Introducción
Los filósofos existencialistas subrayan el hecho de que el hombre se define
más por sus proyectos a futuro que por su condición real presente. Las
preguntas que muchas veces nos hacemos: ¿cómo soy?, ¿cuáles son mis
capacidades y limitaciones?, ¿cuánto valgo?, deben complementarse con estas
otras, que tal vez nos digan más de nosotros mismos: ¿cuáles son mis
ideales?, ¿en qué consiste mi proyecto personal de vida? ¡Mal estaríamos si
no pudiéramos responder a estas cuestiones! ¡Y peor aún si no somos lo
bastante valientes para formularlas!
La conciencia se halla obligada a plantearse tales cuestiones precisamente
porque se encuentran, en cierto sentido, como escritas en los corazones. No
escuchar la voz de la conciencia en este ámbito conduce a una frustración
fundamental, totalizante, que pone a temblar a las demás fuerzas del
hombre. Se puede, en última instancia, vivir existencialmente satisfecho,
aunque material o sexualmente frustrado; lo inverso, en cambio, coloca al
hombre en un abismo insalvable.
A las verdaderas preguntas sobre mi proyecto de existencia: ¿qué puedo ser?, ¿qué quiero ser?,
no puede contestarse banalmente diciendo que quiero ser millonario,
banquero o ministro. Mi ser es mucho más que la fortuna que pueda llegar a
tener o el oficio que ejerceré en el futuro. A la pregunta sobre qué quiero
ser se responde con cualidades internas que se identifican a tal punto
conmigo mismo que configuran mi personalidad, lo que en términos técnicos
se denomina carácter. La contestación a estas preguntas representa el
auténtico proyecto de existencia.
¿Quiero ser noble o rastrero?, ¿veraz o mentiroso?, ¿superficial o
profundo?, ¿generoso o egoísta?... Mientras yo no elija mi vida en relación
con estos parámetros, los proyectos de mi existencia serán fútiles.
El hombre de hoy tiene delante de sí, lo sepa o no, esta ineludible opción:
por un lado, un proyecto de vida hedonista, consumista, puntiforme,
permisivo y cobarde. Por otro, una alternativa de existencia anclada en el
compromiso, la renuncia y el don de sí.
El primer camino se hace en función de la persona que lo emprende: todas
sus notas son no sólo subjetivas, sino egoístas. El segundo, se hace en
función de los demás. ¿Cuál de ellos debe ser elegido para la única vida
con la que contamos? Cada persona debe responder para sí esta pregunta porque
le va en ello, precisamente, la vida. De la posición que tomemos dependerá
que nuestra existencia tenga sentido o sea estéril.
Terreno de la dignidad
Actualmente
el concepto de dignidad de la persona tiene un verdadera impacto y
aquiescencia. Aunque la dignidad humana suele entenderse habitualmente de
manera general, es fácil concebirla de forma equívoca en sus detalles.
Muchas veces, aparece fundamentalmente como la serie de condiciones
materiales de vida que permiten una calidad de existencia propia del
hombre. Sin embargo, la dignidad desde este punto de vista se limita o se
confunde con el bienestar material. Otras veces se toma como pretexto para
sentirse ofendido, convirtiéndose frecuentemente en apoyo de la propia
soberbia.
El concepto de dignidad, como la civilización de occidente lo interpreta,
cala mucho más profundo. Cuando decimos que el hombre es fundamentalmente un ser digno, queremos decir que
tiene un carácter absoluto. No es algo muy valioso, sino que está más allá
del valor. La idea toral es que el hombre hace valiosas a las cosas, lo
cual manifiesta su carácter digno, más allá de toda valoración, porque las
cosas son valiosas sólo en la medida en que se refieren a ese valor supremo
que es precisamente el hombre. Una sola realidad en el mundo puede recibir
el calificativo de digno: la existencia humana.
¿Qué significa que el hombre tiene un carácter absoluto? Ésta es la
cuestión. Si todo el universo existiera sin el hombre, carecería de
sentido. Pero si, al revés, el hombre existiera y pudiera vivir sin el
universo, su valor no disminuiría. A esto nos referimos cuando afirmamos
que tiene un carácter absoluto. Cada
individuo, cada uno de nosotros, aunque se sepa limitado por su
nacimiento y su muerte y por todas aquellas circunstancias que lo
constriñen y empobrecen, tiene valor
infinito.
Es fundamental resaltar esto en un momento en el que parece que hay un
derrumbe general porque nos hemos mediatizado identificándonos con nuestro
oficio y con nuestro empleo. La dignidad de la persona se rebaja de alguna
manera a lo que podríamos llamar funcionalidad de la pieza de recambio. No
"somos" sino que "hacemos de"; nos convertimos en
módulos funcionales.
Este avance progresivo del módulo funcional que invade incluso de una
manera agresiva la intimidad de nuestra existencia, es una de las claras
causas por las que prolifera el divorcio. Es el fenómeno por el cual lo más
íntimo -el cónyuge- empieza a ser un módulo funcional intercambiable.
Cuando no funciona, hay que hacer lo que se hace con las piezas: se
cambian.
Una pieza puede cambiarse por otra, pero las personas no son
intercambiables; cada una de ellas, insisto, es un universo completo.
Ninguna madre puede ser consolada pensando que aún conserva el setenta y
cinco por ciento de sus hijos si ha perdido uno de cuatro. ¡No!, ¡porque
esta persona ha perdido la totalidad! ¡Se le ha derrumbado el universo
entero!
Contrariamente a Kant, quien dijo que el hombre no era medio, sino fin,
alguien quizá pudiera objetar el convencimiento de que el único fin es
Dios, y el hombre, un medio a su servicio. En la cultura cristiana el
hombre ha sido creado para servir a Dios. Así lo hemos aprendido y debemos
seguir afirmándolo. Sin embargo, dicho así, sin más, es constitutivamente
falso.
El hombre debe conducirse y conducir las cosas a Dios, cierto; pero no como
cualquier medio que conduce al fin; no como el camino que conduce a la
meta, quedándose el camino atrás. El hombre no es el camino que se deja
atrás, es la imagen que de alguna manera nos acerca a Dios. El hombre no es
un medio para Dios porque Él no necesita de nada: Dios lo tiene todo. El
hombre está hecho a su imagen y semejanza; y si Dios es el fin, el hombre
tendrá que serlo también. El hombre se acercará más a Dios siendo persona,
cumpliendo los espacios de su potencialidad, llegando hasta lo omnipotente,
si es que esto se pudiera lograr; parecerse más a Dios e irradiar vida,
como Él lo hace.
Si queremos imitar a Dios, nuestra dignidad se esponja no por la eficacia,
sino por la fecundidad. La eficacia la adquiero al obtener aquello de lo
que carezco, la fecundidad en cambio consiste en desbordar lo que tengo.
Por aquí va el verdadero desarrollo del ser humano, no mediante la
consecución de lo que hace falta, sino transmitiendo lo que se tiene.
¿Por qué exclusivamente el hombre tiene esta característica de dignidad
en un universo tan grande?
El hombre es digno por encima de todas las cosas mundanamente consideradas
porque esta dotado de espíritu. En la Suma contra gentiles (II, c. 66),
Tomás de Aquino recoge cinco razones que manifiestan por qué el hombre está
dotado de espíritu, razones que nos indican al mismo tiempo lo único que
sabemos acerca del espíritu mismo.
1. Tenemos ideas universales.
Por ejemplo, mi idea de arma no se vincula necesariamente con la
representación o imagen de un arma en particular. No depende de la materia,
tamaño, lugar o temporalidad determinados; basta pensar en un instrumento
para atacar y defender.
2. Capacidad de poseer ideas
abstractas, incluso de realidades inmateriales. La paz no es blanca ni
tiene forma de paloma. En la medida en que somos capaces de pensar en
realidades que no tienen materia, nos demostramos -al menos a nosotros
mismos- que nos hallamos por encima de aquella misma materia de la que
carecen las cosas que nosotros mismos pensamos.
3. Condición libre del hombre
independientemente de la materialidad. El hombre, de alguna manera, no
está sujeto a las cosas corpóreas, sino que es libre. El perro siempre
quiere la sombra en tiempo de calor, la carne en tiempo de hambre, y en
tiempo de celo no hay perros castos.
4. Capacidad de reflexión. No
solamente conozco, sino que sé que conozco.
5. Finalmente, poseemos una
capacidad infinita de progreso. Que no se da en ninguna de las otras
cualidades que no son en nosotros espirituales, sino corporales. Por
ejemplo, el ojo no es susceptible de un desarrollo infinito. En cambio, la
verdad se nos puede hacer cada vez más clara, más profunda, más amplia sin
que el intelecto se fracture.
Con todo lo anterior hemos dicho algo muy importante: el hombre no está sujeto a las condiciones de la materia. Por
ser espíritu, es totalmente individual, no tiene parecido con ningún otro
espíritu; tiene su centro y su
unidad en sí mismo. Sólo un espíritu se entrega a otro cuando quiere
hacerlo. Los espíritus son independientes; manifiestan, por lo tanto, una
especie de bastión de la individualidad humana.
Dotada de espíritu, la persona tiene un carácter de dignidad tal que no la
hace comparable con las demás. Y brota de ahí una conclusión práctica muy
importante, que es el "principio de indiferencia" y dice así:
"El bien no es mayor porque se refiera a mi, ni el mal es menor porque
se refiera a otro". Lo cual quiere decir que el bien y el mal poseen
la misma consideración frente a la dignidad del hombre.
Selva de lo superfluo
El hombre
no sólo se encuentra unificado por un espíritu, sino que también se siente
o se encuentra arrastrado y encadenado por la materia.
A lo largo de la historia han existido diversas consideraciones sobre la
relación entre materia y espíritu, pero en nuestra cultura esto toma la
forma específica del materialismo. Este, en general, es el encadenamiento
del hombre a la materia.
Tiempo atrás, los antropólogos habían distinguido en el ser humano dos
tipos de necesidades que se hallan mezcladas: las necesidades naturales, que se dan en el hombre por requerirlas
para su subsistencia, y las necesidades
añadidas, que el hombre inventa porque cree necesitarlas; estas últimas
son ficticias, fingidas o falsas. El consumismo es, en último término, una
postura contemporánea por la cual nos creamos necesidades precisamente para
satisfacerlas.
¿Cuáles son las necesidades
verdaderas y cuáles las superfluas? ¿Cuáles son los bienes que agrandan el
tamaño del hombre y cuáles son los que lo encadenan y encogen?
No se puede dar una lista de bienes necesarios simplemente porque no
existe. La consideración de los bienes necesarios está entintada, aún en
los filósofos más inteligentes de la historia, por un subjetivismo
individualista. El problema no
es ya que sospechemos tener cosas superfluas, sino que carecemos del criterio para distinguir lo que es superfluo de lo
que no lo es.
Aristóteles nos dice que el que muchas personas usen las cosas no es signo
de su necesidad (¡y eso qué en su tiempo no había televisión!)
El hecho de resolver artificialmente algunas de nuestras necesidades
materiales no entra de suyo dentro del concepto de superfluidad. Viviendo
agrupados por la sociabilidad ciudadana, logramos comodidades que antes no
podíamos obtener porque la agrupación no existía o no lo permitía. La
artificialidad no implica, en sí misma, superfluidad.
Hay una pequeña piedra de toque que nos hace ver si algo es natural o
superfluo: la naturaleza se apacigua, llega un momento en que ya no
necesito más pares de zapatos (aunque alguna mujer diga que sí) o controles
de televisión (aunque los hombres se subleven), en que ya no puedo comer o
descansar más. En cambio, las necesidades superfluas tiene como rasgo
característico el no saciarse nunca. Este rasgo da paso a una enfermedad
muy bien diagnosticada desde hace 2,500 años, que lleva el extraño nombre
de pleonexia. Pleonéxico es aquel que considera que todavía no tiene
bastante, porque ignora que su espíritu no puede calmarse ni saciarse con
cosas materiales.
Nuestra armonía y pacificación va a venir por el lado del espíritu, no por
el lado de las cosas materiales que tengamos o consumamos. Sin embargo,
hace 2,500 años la pleonexia era una enfermedad; para nosotros es signo de
éxito. Esa es, en realidad, nuestra gran enfermedad: considerar como éxito
lo que nos perjudica.
Además, existe lo necesario, pero también lo conveniente; y se da lo
superfluo, pero también lo nocivo. No hay sólo una clasificación bipartita
de bienes, sino cuatripartita: lo necesario, lo conveniente, lo superfluo y
lo nocivo. La tesis que aquí se sostiene es que poco a poco, por la
tendencia de las cosas, lo conveniente desemboca en lo necesario y, por la
caída o la degradación de los mismos bienes, lo superfluo se convierte en
nocivo. Y ninguna lista de cosas necesarias y superfluas brinda suficiente
luz, porque lo superfluo y lo necesario no corresponden objetivamente a los
bienes que se tienen, sino abiertamente a la persona que los posee.
Los bienes no son ni buenos ni malos
referidos en abstracto a sí mismos, sino en directa relación con la
persona. Son buenos los que me hacen bueno, y malos los que me hace
malo. Son necesarios y convenientes, o superfluos y nocivos, por la
repercusión que tienen en cada individuo que los posee, de manera que no se
trata de una lista de carácter exterior, sino de una introspección para
ponderar si mis bienes me hacen más o menos hombre.
Pero la sabiduría griega agrega que la
carencia misma de bienes contribuye a la virtud. Paradoja ciertamente
ininteligible: la pobreza
engendraría en nosotros la fuerza; y la fuerza, no la abundancia, es la
que nos defendería de la pobreza misma. La pobreza nos hace fuertes para
poder salir de ella.
Podemos aceptar que los bienes convenientes se transforman en necesarios,
pero no es evidente, ni convincente todavía, que los bienes superfluos se
conviertan en nocivos. Tendría que demostrar empíricamente que hay una
relación entre lo superfluo y lo perjudicial. ¿Cuándo es buena la pobreza y
cuándo es mala la riqueza? Las
riquezas, incluso materiales, se convierten para un hombre virtuoso en
instrumento de la virtud, en la medida en que amplían sus posibilidades
de ser virtuoso. No se trata evidentemente de eliminar al rico, ni tampoco
de erradicar directamente la pobreza del hombre: se trata fundamentalmente
de que los que son ricos sean a la par virtuosos.
La riqueza sirve para ampliar el radio de la virtud, pero también ayuda a
sembrar una inquietud que rompe el sosiego del alma. ¿En qué consiste esta
inquietud? En querer tener más de lo que tengo o en no perder aquello que
ya adquirí. Decía Pascal que el hombre tiene un ansia infinitamente
infinita. Esa ansia, en lugar de saciarla nosotros con los bienes del
espíritu, que son justamente infinitamente infinitos, pretendemos
satisfacerla pleonéxicamente con una serie infinita de bienes finitos.
Lo importante es poder distinguir por qué razón lo superfluo se convierte
en nocivo. Lo malo no es lo
superfluo, sino lo superfluo mío que existe contemporáneamente con la
carencia de lo necesario de otros. Retener para sí lo superfluo es
optar por la primicia de las cosas sobrantes en demérito de las personas
que carecen de lo elemental y básico. Quien retiene para sí lo superfluo no
sólo hace daño a quien lo necesita, sobre todo se hace daño a sí mismo,
pues se impide el ejercicio de la solidaridad, que es justamente la virtud
más valiosa del hombre y que le haría más hombre que aquellas cosas
superfluas que retiene.
Las propias cumbres
Aunque tal vez no seamos conscientes de ello, dos fuerzas "tiran"
de nosotros hacia dos modelos antropológicos diferentes, que conviven hoy
no sólo en la sociedad contemporánea, sino dentro de nuestra propia
persona.
La opinión pública de nuestro país parece convencida de que México necesita
un nuevo modelo económico. Parecería que las cuestiones axiológicas
deberían esperar a que se resuelvan las económicas, de mayor perentoriedad
y apremio.
Mijail Gorbachov, en su libro La búsqueda de un nuevo inicio, nos dice con
cierta amargura que en los primeros años de perestroika se formuló un
principio con el que podríamos estar de acuerdo: "comienza la
perestroika contigo mismo". Una
modificación en las estructuras económicas no podría tener ningún valor sin
el cambio en las estructuras mentales y caracterológicas de las personas
que las integran. Antes que nada, tenemos que cambiar nosotros. No son
las modificaciones al modelo económico las verdaderamente sustanciales,
sino las transformaciones en el concepto del hombre, los cambios en cada
uno de nosotros, y esto en todos los campos: no puede haber democracia sin
demócratas.
Ante el derrumbe de las ideologías, los modelos antropológicos actuales
ofrecen poquísimas opciones. Entre ellas, se ofrecen dos alternativas: el nihilismo y el renacimiento de los valores clásicos.
La primera alternativa resulta más peligrosa que muchas teorías ideológicas
y antropológicas, pues ahora no nos enfrentamos a un concepto determinado
del ser humano, sino a la falta de ese concepto, a la carencia de un
esquema, de una idea de hombre. Es decir, a un modo de vivir cutáneo y
superficial, sin raigambre. Cuando esto ocurre, lo más significativo y real
de la vida se evapora en abstracciones en donde las personas pierden su
dimensión individual y encarnada. Los valores se evaporan, y nuestra vida
personal adquiere un estado delicuescente y gaseoso. Los adjetivos con que
esta sociedad se califica son: sociedad hedonista, permisiva, consumista,
impersonal y pesimista.
En la sociedad hedonista los hombres no buscan el modo de desarrollar su
hombría esencial, haciéndose más hombres, sino siguen hedonísticamente las
satisfacciones que sienten, sin preguntarse si éstas hacen crecer lo que
realmente son o lo degradan, encogen y empequeñecen.
Este tono de vida desemboca, sin quererlo, en lo que llamamos permisivismo.
De acuerdo con esta concepción de la vida, prohibir se vuelve malo y
permitir bueno. Pero si reflexionamos bien, advertimos que las categorías
morales de la vida no se identifican con el permiso y la prohibición, sino
con el bien y el mal.
Nuestra época también está invadida
por el consumismo, tendencia
contemporánea por la que los bienes de uso, que habrían de ser duraderos,
se convierten en bienes fungibles (aquellos que no pueden usarse sin consumirse).
Lo verdaderamente preocupante es que no
sólo los bienes, sino también los valores, que son distintos, se
convierten en una realidad consumible más, que tiene la fugaz permanencia de la moda.
Para los hombres impersonales o masa, la televisión o las estadísticas han
tomado el lugar que ocupaba la razón. El mercado y la televisión atizan las
perentorias necesidades de satisfacer nuestros impulsos, y claudicamos de
nuestro natural dominio. Pierdo mi individualidad, me hago literalmente
impersonal cuando carezco de conciencia acerca de cómo debo actuar, no en
cuanto integrante de mi país o mi barrio, sino como esa persona
individualísima, irremplazable e irrepetible que soy; cuando no sé qué
hacer de esa vida única que Dios me ha dado para mí solo.
Esta sociedad es, además, pesimista. La "moral" de
los instintos espontáneos sin freno, de la actuación libre de reglas y
convenciones, y de las personas diluidas en masas uniformes, sirve sólo
para el momento de salud, placer, bienestar, goce; es una "moral"
que nos deja inermes, literalmente a la intemperie, durante el dolor, la
enfermedad y la desgracia.
La segunda alternativa que se
ofrece, consiste en el sencillo retorno a la normalidad existencial de la
condición humana, que significa el levantamiento, la resurrección de los valores que dan al hombre sentido y
verticalidad: la amistad, la familia, esa alegría profunda de vivir que se llama fecundidad, en donde la persona se encuentra más allá de los
reglamentos gubernamentales y de las transacciones mercantiles. Debajo del
Estado, del mercado, de la televisión y del periódico se encuentra el mundo
de las relaciones personales que
no pueden traducirse en términos de dinero, influencia o poder: eso que Max
Weber llama relaciones originales de las que son portadoras las comunidades
de carácter personal. Este conjunto de realidades vitales recibió de Edmund
Husserl el nombre de Lebenswelt, que José Gaos tradujo como el mundo de la vida corriente.
Este mundo de la familia, la amistad, las relaciones gratuitas y
voluntarias posee una alternativa distinta de ese nihilismo banal al que
nos hemos referido; constituye el ojo de agua, el origen de una corriente
impetuosa e incontenible de valores
que constituyen la verdadera medida del hombre.
Nos aventuramos a señalar tres cualidades, que se presentan en nuestro
tiempo como fundamentales para que la vida común del hombre sencillo, no
sofisticado por las técnicas, pero si impregnado aún de espíritu, pueda
influir, con su existencia común y corriente, en esos mundos poderosos del
Estado, el mercado, la televisión y la prensa.
a)
Capacidad de compromiso. La persona humana es una gozosa fuente
de compromisos profundos, serios e inamovibles, compromisos que el hombre
bien nacido asume con valentía y decisión. El hombre se mide por su
capacidad de compromiso.
b)
Capacidad de renuncia. El compromiso implica renunciar a todo
aquello incompatible con el objeto con el que me he comprometido. La
renuncia es la gran ausente de nuestra civilización. Quien no es capaz de
renunciar a nada es aquel que carece de proyecto, quien absorbe todo sin
discernimiento.
c)
Capacidad del don de sí. La entrega de sí mismo no sólo es el
acto cimero de los seres libres, su ejercicio más noble y perfecto no sólo
es el acto fundamental para la educación de nuestra libertad: es el acto
educativo por excelencia.
Compromiso, renuncia y entrega son
los valores mínimos imprescindibles para afrontar la fuerza arrolladora de
la sociedad hedonista, permisiva, impersonal y pesimista.
En el mundo serio de la vida -Estado, mercado y comunicación colectiva-
predominan tres valores de transmutación: el poder, el dinero y la
influencia. En cambio, los valores que prevalecen en el ámbito de las
relaciones personales son la amistad,
la confianza y la alegría. Un concepto del hombre centrado en la
materia no origina sólo un modelo económico, sino un proyecto de vida
individual, posesivo, egoísta y excluyente; abocado a aquello en que, como
en la materia, caben las comparaciones monetarias y de popularidad. En sentido
opuesto, un concepto del hombre centrado en el espíritu genera un proyecto
de existencia comunitario, compartible, inclusivo y relacional.
¿Por qué no podemos centramos en el espíritu y aspirar a la salud mental,
al conocimiento, la amistad, la alegría, que nos unen a los otros y nos
adentran en ellos? El lector me puede interpretar: nos está usted hablando
de ideales inasequibles y románticos.
Estoy de acuerdo en que las grandes utopías ya no tienen credibilidad, pero
las pequeñas utopías de cada uno, esas ambiciones que hacen que la vida
valga la pena, son plenamente posibles en el ámbito de la verdadera vida.
Y, aunque no lo fueran, siempre tendrá vigencia la sensata observación de
Aristóteles: "Lo imposible verosímil debe ser preferido a lo posible no
convincente", lo cual tiene su preludio en los Upanishads: vale más
proponerse la meta de la excelencia y no lograrla, que la de la mediocridad
y conseguirla.
*Editorial Diana, México, 1999. Resumen elaborado por Gabriela Millán.
El Artículo completo lo podrás ver haciendo click en el siguiente enlace:
|