El diálogo ciencia-fe en la Encíclica «Fides et ratio» Mariano Artigas
Publicado en Anuario Filosófico, 32 (1999), pp. 611-639. Uno de los fenómenos culturales más singulares en nuestros días es la existencia de un renovado interés en las relaciones entre ciencia y religión. El interés es mutuo. No son pocos los científicos que discuten, a veces en libros dedicados por entero a estos temas, las posibles implicaciones teológicas de su ciencia, y por su parte muchos teólogos se embarcan en un diálogo entre ciencia y religión que está dando lugar al nacimiento de una nueva disciplina: en estos años se han creado, en bastantes instituciones universitarias, cursos sobre las relaciones entre ciencia y fe, e incluso Centros completamente dedicados a esta línea de trabajo. Además, el público general se interesa por estas cuestiones. Como muestra del interés que suscitan estos temas se puede mencionar la creación, en octubre de 1995, dentro de la American Association for the Advancement of Science, de un programa que comenzó llamándose Dialogue between Science and Religion y, desde 1999, se titula Dialogue on Science, Ethics, & Religion, que se propone tres objetivos: (1) promocionar el conocimiento del progreso en ciencia y tecnología dentro del ámbito religioso, (2) proporcionar oportunidades para el diálogo entre miembros de las comunidades científica y religiosa acerca de temas significativos para el entendimiento mutuo, y (3) promover la colaboración entre miembros de esas comunidades en proyectos que exploren las implicaciones éticas y religiosas del progreso científico. El programa incluye la organización de Conferencias. En 1998 se celebró en el Museo de Historia Natural de Chicago una Conferencia multi-disciplinar bajo el título La épica de la evolución. En abril de 1999 se celebró en Washington otra Conferencia multi-disciplinar sobre Cosmología, de tres días de duración, en la que se trataron los tres temas siguientes: ¿Hubo un principio?, ¿Está el universo planeado?, ¿Estamos solos? El segundo día tuvo lugar una discusión pública sobre el segundo tema, que enfrentó a Steven Weinberg, premio Nobel de física por su trabajo en la teoría electrodébil, y a Sir John Polkinghorne, físico de partículas que en la actualidad es ministro anglicano. El debate saltó a las páginas del New York Times y de otros medios de comunicación de alcance internacional. Analizaré a continuación lo que dice la encíclica Fides et ratio sobre esta cuestión, centrando la atención en torno a algunos temas especialmente importantes para conseguir un diálogo fecundo entre la ciencia y la fe. Al comienzo de la encíclica (nº 5), el Papa dice que va a centrar su atención en la filosofía y explica el motivo que le guía: «Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida». ¿Cómo se ha llegado a ese oscurecimiento? La situación es paradójica. Se ha dado un gran progreso en muchos ámbitos del saber humano; el Papa cita «la antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber». Sin embargo, la gran variedad de resultados positivos alcanzados ha tenido como consecuencia que se ha olvidado la orientación hacia una verdad unificadora, de modo que triunfan criterios pragmáticos y se utiliza como patrón la eficacia técnica. Así ha sucedido que la filosofía moderna, «en lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos». Este diagnóstico es completamente válido por lo que se refiere a la filosofía de la ciencia en la actualidad. La filosofía de la ciencia se constituyó como disciplina autónoma a partir de la década de 1930, gracias, en buena parte, al extraordinario impulso que recibió por parte de los miembros del Círculo de Viena, que publicaron su manifiesto programático en 1929. El desarrollo de la filosofía de la ciencia estuvo demasiado condicionado por los límites del neopositivismo sostenido por los autores pertenecientes al Círculo de Viena. Se comenzó con un empirismo extremo y, aunque ese empirismo se mitigó más tarde y surgieron otros enfoques complementarios, en su conjunto la moderna filosofía de la ciencia no ha conseguido una suficiente claridad acerca del problema de la verdad. Se da así una situación curiosa: por una parte, todo el mundo está convencido de que las ciencias progresan de modo espectacular, pero por otra parte parece muy difícil precisar en qué consiste la verdad científica, y ni siquiera se está de acuerdo en que esa verdad exista. El realismo científico afirma que existe la verdad científica y que podemos alcanzarla. El realismo debe afrontar serias dificultades que, de diferentes modos, se reducen a una dificultad básica: concretamente, es obligado admitir que la ciencia consiste en construcciones nuestras que no son simples fotografías de la realidad. Especialmente en la física matemática se formulan modelos muy abstractos que, con frecuencia, no tienen una correspondencia clara con la realidad. La filosofía de la ciencia ha estado, hasta la década de 1960, centrada casi exclusivamente en la física matemática, la rama más desarrollada de la ciencia, y esto ha creado dificultades al realismo científico. En las últimas décadas, el enorme desarrollo de la biología, que ha sido posible gracias al gran progreso de la física y de la química, ha mostrado claramente que, al menos en el ámbito biológico, la verdad científica existe y podemos alcanzarla. Sostengo, desde hace años, un realismo científico según el cual en la ciencia experimental podemos alcanzar conocimientos verdaderos, con una verdad que es siempre contextual y, por tanto, parcial, pero, que es, al mismo tiempo, auténtica verdad. La verdad científica es siempre «contextual» porque debe interpretarse dentro del contexto conceptual que utilizamos en cada teoría. Por ser contextual, esa verdad es también «parcial», y no agota todo lo que puede decirse acerca del objeto que se estudia. Pero, al mismo tiempo, puede ser una verdad «auténtica» en el sentido clásico de correspondencia con la realidad. Como es lógico, esa correspondencia deberá fijarse en función de los conceptos y datos utilizados en cada caso 1. El realismo científico es, obviamente, una posición filosófica que debe ser sostenida mediante una descripción del proceder de las ciencias y un análisis de la validez de sus contenidos. Pero puede señalarse que la defensa del realismo científico, al menos en sus aspectos más generales, es una tarea muy conforme con la intención que el Papa manifiesta en la encíclica Fides et ratio. Difícilmente podremos afirmar la capacidad humana de conocer la verdad en las cuestiones más profundas si la negamos cuando se trata del conocimiento científico del mundo natural. Es difícil, como mínimo, abordar con garantías un estudio metafísico de la realidad si no disponemos de una base física adecuada. Puede argumentarse, además, que el diálogo entre ciencia y fe debe pasar por un puente construido mediante la filosofia de la naturaleza, que sea capaz de conectar los dos participantes en el diálogo 2. En el nº 9 de la encíclica, el Papa recuerda la doctrina del Concilio Vaticano I sobre la distinción entre los dos órdenes de conocimiento, el de la razón y el de la fe. Recuerda que «la filosofía y las ciencias tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la “plenitud de gracia y de verdad” (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32)». Existe un acuerdo generalizado acerca de la distinción que existe entre las perspectivas de las ciencias y de la fe. Sin embargo, esa distinción puede concretarse ulteriormente en dos modalidades que son opuestas: para unos, ciencia y fe son complementarias, y para otros, en cambio, ambas se oponen. Las dos posiciones existen en la actualidad. La mayoría de los filósofos, de los teólogos y de los científicos suelen estar a favor de la complementariedad y el diálogo, pero algunos pretenden ostentar un monopolio cognoscitivo que no dejaría lugar a las otras partes. Más adelante volveremos sobre este tema, al comentar lo que el Papa dice sobre el cientificismo. Uno de los temas clásicos de las relaciones entre ciencia y fe son las pruebas de la existencia de Dios que arrancan del conocimiento de la naturaleza. El Papa alude a estas pruebas en el nº 19 de la encíclica, comentando textos del libro de la Sabiduría, como aquél en que se afirma que «de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5). El Papa comenta: «Se reconoce así un primer paso de la Revelación divina, constituido por el maravilloso “libro de la naturaleza”, con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado». En esta perspectiva, la razón es valorada como un instrumento para conocer a Dios que se revela a través de la naturaleza. Las discusiones actuales en torno a las pruebas de la existencia de Dios que arrancan de la contemplación la naturaleza se centran especialmente en torno al argumento teleológico. En la abundante literatura que existe en el mundo angloparlante acerca de este tema se habla, ordinariamente, del «argumento del diseño» (argument from design). Parece que ese argumento, y las discusiones que lo acompañan, no corresponde con toda propiedad a los argumentos del tipo de la «quinta vía» de Santo Tomás que, más que el «diseño», subrayan la «finalidad». Sin duda, existen elementos comunes a ambos enfoques: el gobierno divino de la creación guarda estrecha relación con los planes o designios concretos tal como se manifiestan en el funcionamiento de la naturaleza. Pero, cuando se habla de «diseño» (design), se trata de una actividad inteligente que consiste en ordenar unos materiales previamente existentes, y cuando se habla de «finalidad», tal como sucede en los argumentos clásicos, se trata del comportamiento de la naturaleza, que surge de principios internos. El «diseño» sugiere un Gran Arquitecto, la «finalidad» sugiere un Creador. Esta diferencia es patente cuando se considera la «auto-organización», que es la metáfora central de la cosmovisión científica actual. Si la naturaleza posee unas sorprendentes capacidades de auto-organizarse, de modo que se producen sucesivos niveles de complejidad mediante el despliegue de las potencialidades naturales, la imagen correspondiente de Dios es la del autor de la naturaleza, que ha puesto en ella las semillas que se desarrollan progresivamente en función de las circunstancias y de los niveles de organización que ya se han alcanzado. Aunque no existe unanimidad acerca de estos temas, es significativo que, lejos de estar superados, provocan una gran abundancia de reflexiones científicas, filosóficas y teológicas. La filosofía de la ciencia solía estar centrada en la física y subrayaba las características de las entidades inertes; la cosmovisión actual subraya que no existen entidades inertes y coloca en el centro, tal como sucedía en la antigüedad, a los vivientes: el progreso de la física y de la química ha hecho posible un progreso explosivo de la biología, que ha provocado un nuevo interés en los temas relacionados con la finalidad. El mundo de la biología es el mundo de la finalidad, y la teleología es un tema clave para unir los ámbitos de la ciencia y de la teología 3. Juan Pablo II subraya que el hombre tiene la capacidad de conocer la verdad, y no sólo verdades particulares, sino verdades últimas que dan sentido a nuestra vida. En el nº 24 de la encíclica escribe: «Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer, y que se inicia con la capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir hacia lo infinito. De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar este deseo íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro fruto de su inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los cuales puede manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de manera peculiar este movimiento y ha expresado, con sus medios y según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del hombre». En el nº 25, el Papa recoge el inicio de la Metafísica de Aristóteles: «Todos los hombres desean saber», añade que «la verdad es el objeto propio de este deseo», y prosigue con una consideración cuya importancia es difícil exagerar: «El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta... Éste es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad». Más adelante, el Papa cita a Galileo. Pero ya ahora podemos señalar que el nacimiento de la ciencia experimental fue posible gracias a la búsqueda apasionada de la verdad. Es sabido que Galileo hubiese evitado sus problemas con el Santo Oficio si se hubiese limitado a presentar el heliocentrismo como una simple hipótesis útil para los cálculos matemáticos. Pero él pensaba que la teoría era algo más que una hipótesis, y combatió por ella. Estaba convencido, con razón, de que no podía haber oposición entre la verdad científica y la verdad bíblica, e incluso proporcionó, basándose en la mejor tradición católica, los medios para mostrar que no existía tal oposición. Por desgracia, circunstancias muy diversas se unieron para hacer fracasar, por el momento, su proyecto. Lo importante aquí es advertir que la búsqueda de la verdad es una condición necesaria del progreso científico, y que supone la existencia de unas peculiares capacidades del ser humano que la hacen posible. En efecto, la búsqueda de la verdad no tendría sentido sin la capacidad de autorreflexión. La capacidad argumentativa es la base de la ciencia, y supone autorreflexión, sentido de la evidencia, capacidad de valorar los distintos conocimientos, capacidad de planificar experimentos para contrastar las hipótesis y de interpretar los resultados de esos experimentos. En la ciencia experimental buscamos un conocimiento de la naturaleza que pueda ser sometido a control experimental y que, por tanto, pueda servir como base para un dominio controlado de la naturaleza, y el progreso científico muestra que podemos conseguir esos objetivos. Los supuestos ontológicos y epistemológicos de la ciencia, a saber, la existencia de un orden natural que podemos conocer, son retrojustificados, ampliados y precisados por el progreso de la ciencia. Lo mismo sucede con los supuestos éticos: la actividad científica carecería de sentido si no admitimos que los objetivos de esa actividad son valores que merecen ser buscados. Por tanto, la búsqueda de la verdad, junto con la comprobación de que, mediante las ciencias, podemos progresar en el conocimiento de la verdad, tiene una profunda significación antropológica. Algunos ven en el progreso científico un avance de las posiciones naturalistas, que dejan cada vez menos espacio para la metafísica y la teología. Por el contrario, podemos advertir que una reflexión rigurosa sobre ese progreso, que incluya sus condiciones de posibilidad y su significado, arroja nuevas luces sobre la imagen del hombre como ser que posee unas capacidades que le capacitan para participar en los planes de Dios de modo consciente 4. De hecho, en el nº 29 de la encíclica, el Papa expone unas reflexiones que se sitúan claramente en la línea recién señalada, cuando escribe: «No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada». El nacimiento de la ciencia experimental moderna en el siglo XVII debe mucho a las ideas cristianas. La fe cristiana en un Dios personal creador, que libremente crea un mundo contingente (podía no haberlo creado, o haber creado un mundo diferente) y que crea al ser humano a su imagen y semejanza, con la capacidad de conocer y dominar el mundo, proporcionaron la base de la investigación científica. En esa perspectiva, el mundo, como obra de Dios, posee un orden, pero al ser contingente hemos de recurrir a la experimentación para conocerlo; y el hombre es capaz de conocer el orden natural y de utilizarlo para obtener un dominio controlado del mundo. Los grandes pioneros de la ciencia moderna estaban movidos por esas convicciones. Es una notable paradoja que Galileo, que sin duda estaba guiado profundamente por esas ideas, tropezara con la oposición de autoridades eclesiásticas, entre las cuales destacaba un Papa en el que influían ideas nominalistas que se oponían a las ideas de Galileo. Urbano VIII argumentaba que, aunque nuestros razonamientos puedan sugerir que existen unas determinadas leyes en la naturaleza, hemos de admitir que Dios podría haber hecho que los fenómenos que observamos respondan a causas diferentes que no conocemos. El Papa estaba preocupado por salvar la trascendencia y la omnipotencia de Dios, sin limitarle con nuestras teorías; es una idea claramente cristiana, tanto como lo eran las que movían a Galileo. La batalla epistemológica entre Galileo y Urbano VIII tiene una actualidad enorme. Hoy día, en la filosofía de la ciencia se insiste en la «infradeterminación de las teorías», para indicar que ningún conjunto de datos pueden obligarnos a admitir una teoría particular. Sin embargo, a veces existen argumentos poderosos en favor de las teorías, y en muchos casos podemos llegar a una certeza suficiente que, sin embargo, siempre se sitúa en el nivel de lo que tradicionalmente se ha llamado «certeza física». El orden natural es contingente, y ahora sabemos que, de hecho, el universo ha ido cambiando a lo largo de su historia; pero existe una cierta necesidad natural en la medida en que existen aspectos estables en la naturaleza: y la experiencia nos muestra que existen. Voy a recurrir ahora a la terminología tradicional acerca de la verdad ontológica y la verdad lógica. La «verdad ontológica» se refiere a la realidad tal como es en sí misma, a su inteligibilidad, y se relaciona con la idea, profundamente realista, de que las cosas son como son, independientemente de que nosotros lo queramos o nos agrade. Sin duda, cuando hablamos de artefactos y, en general, de productos de nuestra actividad, nosotros provocamos que algo exista de acuerdo con nuestra voluntad; pero, incluso en ese caso, nos vemos forzados a utilizar las leyes naturales que existen en la realidad, no podemos crearlas a nuestro antojo. En este sentido, la verdad es completamente objetiva, es una, y es la meta hacia la cual tiende nuestro esfuerzo por conocer la realidad. Sin embargo, podemos hablar también de la verdad de nuestro conocimiento, de «la verdad lógica», de la adecuación de nuestros enunciados con la realidad. Y en ese nivel existen diferentes modalidades y grados. En el nº 30 de la encíclica el Papa, en esta línea, se refiere a las «diversas formas de verdad» y escribe: «En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas de verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas». Éste es un punto clave en el diálogo entre ciencia y fe. Se trata de evitar los distintos «imperialismos» que pretenden adjudicar el monopolio de la verdad a un enfoque particular, por importante o noble que sea, olvidando que existen diversos accesos a la verdad objetiva y que la búsqueda sincera de la verdad exige el respeto mutuo entre ellos. Una parte de ese respeto consiste en que no se pretenda resolver los problemas metafísicos o teológicos, o negar su legitimidad, mediante el método de la ciencia experimental. Hoy día se reconoce fácilmente, e incluso cuesta admitir que alguien haya podido alguna vez pensar lo contrario, que en el siglo XVII no se debió argumentar en contra del heliocentrismo utilizando la Sagrada Escritura; sin embargo, no es difícil encontrar la actitud contraria, o sea, la de quienes pretenden solventar los más profundos problemas metafísicos recurriendo a la gravedad cuántica o a la selección natural. Los excesos actuales suelen presentarse como si estuvieran avalados por la ciencia, y eso parece proporcionarles cierta legitimidad, pero son tan erróneos como los errores opuestos del siglo XVII. Un diálogo fecundo entre ciencia y fe exige que se respeten las respectivas perspectivas y que en cada caso se adopte la perspectiva exigida por el tipo de problemas que se plantean. La relación entre verdad y creencia es uno de los temas básicos de la filosofía del conocimiento y de la religión. En el nº 31 de la encíclica, el Papa subraya la dimensión social del ser humano, que recibe muchos de los conocimientos que posee a través de otras personas: «en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias». Con frecuencia se opone la ciencia a la religión precisamente en relación con este tema: se dice que la tradición y la autoridad ocupan un puesto central en la religión, y que, en cambio, la ciencia se caracteriza por la apertura a la discusión crítica. Es fácil advertir, sin embargo, que la confianza en lo que otros transmiten y el argumento de autoridad ocupan también un lugar central en la ciencia. Incluso podría decirse que es difícil encontrar una institución que otorgue más importancia a la confianza mutua y a la autoridad que la ciencia. Esto sucede desde el principio, en la enseñanza de las ciencias, donde se exige del estudiante una confianza ilimitada en las autoridades de su especialidad. Desde luego, existe una diferencia fundamental, ya que en la ciencia todo puede ponerse en tela de juicio, por principio, y nada se considera definitivamente establecido de modo completo. En la religión revelada, el argumento de autoridad ocupa un lugar insustituible. Pero se puede argumentar que es razonable admitir la autoridad religiosa y en qué condiciones lo es. «bAutoridad versus crítica» parece representar la diferencia nuclear entre las perspectivas religiosa y científica. Sin negar la parte de verdad que ahí se encierra, sería, sin embargo, deseable reconocer que, tanto en la religión como en la ciencia, el motor principal debe ser la búsqueda de la verdad, siguiendo caminos que en parte coinciden pero en parte son diversos. Por tanto, si en la religión se admite la autoridad es porque existen buenas razones para hacerlo, y en la medida en que esa autoridad se ejercita de acuerdo con las modalidades que le son propias. Además, el misterio propio de las verdades religiosas tiene como contrapartida que, a la luz de esas verdades, se consigue una visión mucho más amplia, profunda y razonable del sentido de la vida humana. Una de las aspiraciones más fuertes de la humanidad actual es la búsqueda de la unidad del saber. Ya se ha aludido a la fragmentación del saber, típica de nuestra época. Después de aludir a las diferentes modalidades de la verdad, y a la relación entre verdad y creencia, el Papa se refiere a la relación entre los conocimientos parciales y la búsqueda de sentido que lleva hasta Dios. En el nº 33 escribe: «Se puede ver así que los términos del problema van completándose progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto». Y en el nº 34, Juan Pablo II destaca la complementariedad entre la verdad revelada y la que puede conseguirse mediante la razón: «Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo». Es en este nº 34 donde se encuentra la nota 29, en la que el Papa cita a Galileo, recogiendo textualmente un fragmento de su discurso a la Academia Pontificia de Ciencias en 1979: «(Galileo) declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás. “La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios”, según escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: “La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios” (Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu» 5. En su momento, la carta de Galileo a Castelli fue enviada a la Inquisición romana junto con una acusación contra Galileo, argumentando que el heliocentrismo copernicano chocaba con diversos pasajes de la Sagrada Escritura. El Papa la cita en su documento, como testimonio histórico de la profunda unidad entre las ciencias y la fe, tal como fue percibida desde el principio por uno de los grandes pioneros de la ciencia moderna. La raíz profunda de la unidad del saber se encuentra, en efecto, en el mismo Dios, autor de la naturaleza y de la revelación, que nos ha proporcionado los medios para alcanzar la verdad a través de ambos caminos. La modestia intelectual juega un papel importante en la búsqueda de la unidad del saber. En el nº 40 de la encíclica, Juan Pablo II también cita textualmente a San Agustín, quien se refiere a su propia experiencia, narrando que, incluso antes de consolidar sus convicciones católicas, había comenzado «a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba -fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas, fuese porque no existiesen-, que no allí, en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar». La fe cristiana es una garantía en la búsqueda de la unidad del saber. Es fácil comprobar que, cuando se busca la unidad del saber desde una perspectiva atea o materialista, fácilmente se acaba admitiendo, con una especie de fe irracional, tesis que ni se pueden demostrar ni comprobar ni realmente se entienden. Se pide, por ejemplo, admitir que el universo ha podido surgir de la nada sin ser obra de un Creador; o que la naturaleza que conocemos es el resultado de puras fuerzas ciegas; o que las características humanas se reducen a ser simples epifenómenos de la realidad biológica subyacente. El Papa advierte que la vida cristiana eleva y perfecciona el saber humano, y escribe en el nº 44: «Una de las grandes intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu Santo realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana». Por otra parte, en el nº 45 el Papa se refiere a la síntesis medieval entre el saber científico y la teología, y lamenta la posterior separación de ambos en la época moderna: «Con la aparición de las primeras universidades, la teología se confrontaba más directamente con otras formas de investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo Tomás, aun manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la filosofía, fueron los primeros que reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía y las ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de investigación. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación». Llegamos aquí a uno de los puntos centrales de la encíclica. El Papa se refiere con fuerza a la separación entre ciencia, filosofía y teología. En el nº 46 escribe: «Las radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen». Y más adelante: «En el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo». Aquí se habla de una separación entre la teología por una parte, y la ciencia y la filosofía por la otra. Me atrevería a decir que el protagonista principal de la separación es la filosofía, y que es la filosofía a quien compete principalmente lograr una nueva unificación del saber que respete la autonomía propia de cada uno de los saberes. En efecto, sólo la filosofía proporciona una base común tanto a las ciencias como a la teología. Sin duda, para lograr una síntesis cristiana se necesita de una filosofía que actúe teniendo en cuenta la luz de la teología. El papel que la filosofía está llamada a desempeñar en la búsqueda de la unidad del saber queda resaltado cuando el Papa indica, en el nº 61, que la filosofía no puede ser sustituida por las ciencias humanas. Lamenta la poca estima en que a veces se tiene a la filosofía y dice que uno de los motivos es «el equívoco que se ha creado sobre todo en relación con las “ciencias humanas”. El Concilio Vaticano II ha remarcado varias veces el valor positivo de la investigación científica para un conocimiento más profundo del misterio del hombre. La invitación a los teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como una autorización implícita a marginar la filosofía o a sustituirla en la formación pastoral y en la praeparatio fidei». En la misma línea, el Papa escribe en el nº 69: «Se puede tal vez objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos... La referencia a las ciencias, útil en muchos casos porque permite un conocimiento más completo del objeto de estudio, no debe sin embargo hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las culturas». La unidad del conocimiento no es un fin en sí misma. Es un medio para conseguir que las diversas modalidades del conocimiento ayuden al hombre a conseguir su fin. Y para ello se necesita un principio organizador, capaz de proporcionar una jerarquía entre los conocimientos particulares y de encuadrarlos en una perspectiva global. Esto es lo que tradicionalmente se ha denominado «sabiduría». En el último capítulo de la encíclica, titulado «Exigencias y cometidos actuales», el Papa aborda expresamente esta cuestión. En el nº 81 describe de manera muy viva la situación actual y su relación con el progreso de las ciencias, subrayando la fragmentariedad del saber y la crisis de sentido: «Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la “crisis del sentido”. Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo. La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad». Sin duda, la fe nos da a conocer el sentido último de la existencia humana. Hoy día es verdad, como siempre lo ha sido, que una persona que posea una fe auténtica en la revelación de Cristo posee, automáticamente, un conocimiento del sentido de su vida que le basta para alcanzar su fin. Además, por mucho que avancemos en las ciencias y en la filosofía, no alcanzaremos el nivel de los conocimientos que proporciona la revelación. En estas condiciones, podría parecer poco útil empeñarse en alcanzar, con grandes esfuerzos, los conocimientos asequibles a la razón humana. Además, es difícil alcanzar, en esas cuestiones, un consenso entre los pensadores: al tratarse de problemas nada fáciles, las soluciones propuestas por los autores católicos, aunque se encuentren dentro del abanico de posibilidades conformes con la fe, proporcionan un amplio espectro que no se puede reducir a un esquema que agrade a todos por igual. ¿Qué sentido tiene, pues, el esfuerzo humano por conseguir una síntesis de un saber que, aunque tenga un carácter sapiencial, pertenece al nivel puramente racional? No es difícil advertir que la Iglesia siempre ha buscado, a lo largo de su historia, el apoyo natural que en cada circunstancia pueda encontrarse para su doctrina sobrenatural. La Iglesia tiene plena conciencia de que ese apoyo natural requiere ser complementado por lo sobrenatural, y respeta la legítima pluralidad que en ese ámbito existe, sin pretender imponer una uniformidad que vaya más allá de lo necesario. Si se renuncia a ese esfuerzo, con todo lo que tiene de limitado, temporal y precario, se renuncia a expresar y vivir la fe de acuerdo con nuestra naturaleza humana y, por otra parte, se carece de los medios necesarios para realizar la misión apostólica de la Iglesia: caeríamos en un fideísmo que pronto resultaría ininteligible a los oídos humanos. No parece demasiado aventurado afirmar que, en parte, ese peligro es una realidad actual, ya que el descuido de la filosofía ha llevado a los inconvenientes recién señalados. De hecho, en el mismo pasaje de la encíclica, Juan Pablo II estimula al pensamiento filosófico para que realice su función sapiencial: «Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá también como última instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales destructores del género humano». Todavía en el mismo pasaje, el Papa se refiere a «la crisis de confianza, que atraviesa nuestro tiempo, sobre la capacidad de la razón», como a uno de los motivos de las crisis actuales. Por supuesto, existe el peligro contrario, que se da cuando se confía en la razón de tal modo que se la absolutiza, negando la validez de lo que caiga fuera de su alcance. Este peligro se da en sistemas filosóficos pero se da también, de un modo especialmente insidioso en nuestra época, en el cientificismo. En el nº 88 de la encíclica, el Papa ofrece una descripción clara y penetrante del cientificismo, aludiendo incluso a algunas de las formas que ha adoptado a lo largo de la historia. Vale la pena reproducir íntegramente esas consideraciones, aunque tengan cierta longitud: «Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites, teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha aportado en ellas cambios radicales. Se debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta corriente de pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son ignorados o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin fundamento racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve privada de los problemas de fondo que el animal racional se ha planteado constantemente, desde el inicio de su existencia terrena. En esta perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible». Vemos que Juan Pablo II afirma que el cientificismo es una «corriente filosófica». Sin embargo, se presenta como si fuese una parte de la ciencia, o una consecuencia necesaria del análisis de la ciencia o de su progreso. Ahí reside su fuerza: en que es una corriente filosófica que se presenta avalada por el prestigio de la ciencia. Por este motivo, una primera reacción que suscita el cientificismo es advertir su carácter circular; en efecto, niega valor de conocimiento a lo que no sea ciencia, pero su tesis básica no pertenece a la ciencia: en consecuencia, si se le aplican sus propios cánones, carece de sentido. El cientificismo actual tiene, por lo general, un aire más bien pesimista. El cientificismo clásico positivista pregonaba que la ciencia eventualmente podría abordar y resolver todos los problemas. Desde el 6 de agosto de 1945, fue evidente que la ciencia no sólo podía resolver problemas: podía también crear nuevos problemas mucho más graves que los anteriormente conocidos, como la destrucción atómica. Además, la filosofía de la ciencia ha ido señalando los límites de la ciencia, que no son pocos ni pequeños. Si, a pesar de todo, se sigue aceptando la doctrina cientificista, llegamos a una posición que es típica del momento actual: se reconocen los límites de la ciencia, se advierte de los peligros que acarrea su aplicación incontrolada, pero, al mismo tiempo, se dice que es lo mejor de que disponemos. A quien afirma que la creación del universo es un problema que excede las posibilidades de la física y pertenece a la metafísica, se le responde: ¿qué posibilidades tiene la metafísica de resolver un problema que ni siquiera la física, con sus poderosos instrumentos conceptuales y experimentales, puede resolver? Juan Pablo II afirma certeramente que, a pesar de las críticas que se le han hecho desde la filosofía de la ciencia contemporánea, el cientificismo está presente en nuestra cultura, muchas veces en forma de un pragmatismo que niega validez a las instancias metacientíficas y está dispuesto a utilizar los logros científicos sin barreras éticas de ningún tipo. En el nº 91 de la encíclica, el Papa afirma que «es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino». Hasta aquí he seguido las enseñanzas de Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio. He señalado los puntos que, a mi juicio, tienen mayor interés para abordar las relaciones entre ciencia y fe, y los he comentado sin abandonar el estilo propio de la encíclica. Ahora expondré algunas reflexiones más personales que pueden servir para ilustrar lo considerado hasta ahora. El diálogo entre ciencia y fe tropieza en la actualidad, como se acaba de señalar, con la resistencia de un cientificismo que se obstina en una doctrina que podríamos resumir, parafraseando el adagio eclesial, con estas palabras: «fuera de la ciencia no hay verdad». La diferencia es que la Iglesia admite que Dios actúa directamente en cada alma y conoce perfectamente sus disposiciones, de modo que, siempre a través de los méritos de Cristo y por tanto a través de la Iglesia, es posible la salvación de quien no pertenezca exteriormente, sin culpa suya, al cuerpo de la Iglesia; en cambio, según el cientificismo, fuera de la ciencia todo es poesía, en el sentido peyorativo de la expresión, e incluso la poesía misma vendría a ser un epifenómeno de la biología. No tengo nada personal contra Edward O. Wilson, uno de los pioneros de la sociobiología. Pero Wilson ha publicado recientemente un libro que fue lanzado como best seller en los Estados Unidos y que es un contraejemplo perfecto de las ideas que he expuesto hasta ahora. Por eso voy a utilizar sus ideas para contrastar las mías. Wilson se doctoró en biología por la Universidad de Harvard en 1955, y desde entonces siempre ha enseñado en esa Universidad. Ha ganado dos veces el premio Pulitzer, por sus libros Sobre la naturaleza humana (1978) y Las hormigas (1990). Su libro Sociobiología (1975) fue un hito fundamental en el desarrollo de esa disciplina científica que estudia la relación entre los genes y la conducta. Ha publicado otros seis libros. Ha recibido diversos títulos honoríficos y es considerado como una autoridad en el estudio de los insectos sociales (especialmente las hormigas), la sociobiología y el medio ambiente (biodiversidad). En su nuevo libro, titulado Consilience. La unidad del conocimiento6, Wilson se propone construir un puente entre la ciencia y las humanidades (pp. 164 y 266), resolviendo de este modo el dilema espiritual de la humanidad (pp. 48, 61, 224-225, 262 y 264). La obra se plantea una meta muy ambiciosa, porque, en efecto, uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo es la fragmentación del saber, y Wilson propone una solución. Pero su solución es, en el fondo, un materialismo de tipo biológico. La unidad del conocimiento, base para la solución de los grandes problemas humanos, se alcanzaría, según Wilson, poniendo a la biología en el centro de todo y resolviendo, de algún modo, todos los problemas en la biología. Se trata de la tesis central de la sociobiología, y Wilson la está repitiendo desde 1975, pero ahora la presenta actualizada y con nuevo ropaje. Su mensaje es que las ciencias naturales son la clave para unificar todo lo demás: las ciencias sociales, las artes, la ética y la religión deberían interpretarse en clave biológica. A quien sea materialista, esa idea le puede parecer estupenda. A quien no lo sea, le puede parecer profundamente equivocada. El título del libro, Consilience, es un término poco usual en inglés. Wilson lo toma de William Whewell, quien lo utilizó en su obra Filosofía de las ciencias inductivas, publicada en 1840, para indicar que la «coincidencia» o «confluencia» de resultados obtenidos en diferentes ámbitos sirve para probar la verdad de una teoría. En el capítulo primero, titulado “El hechizo jónico”, Wilson realiza una apología de la unidad del conocimiento tal como, según él, la realizaron los jonios en la antigüedad griega y tal como él la experimentó al estudiar en la Universidad. Según él mismo explica, fue educado en la religión fundamentalista de los baptistas del sur de los Estados Unidos, pero descubrió las contradicciones de esa religión y, sobre todo, descubrió la evolución, de la cual nada decían los autores bíblicos. Dice que no se hizo agnóstico ni ateo definitivamente, sino que simplemente dejó su iglesia; y añade: “Tal es, así lo creo, el origen del hechizo jónico: preferir la búsqueda de la realidad objetiva a la revelación es otra manera de satisfacer el anhelo religioso. Es una empresa casi tan antigua como la civilización y está entretejida con la religión tradicional, pero sigue un rumbo muy distinto... Su lema fundamental, como Einstein sabía, es la unificación del conocimiento. Cuando hayamos unificado lo suficiente determinado conocimiento, comprenderemos quiénes somos y por qué estamos aquí” (p. 14). Desde luego, si Wilson prefiere encontrar el sentido de su vida en la evolución más que en la religión, es su problema; pero no se contenta con esto: opone “la búsqueda de la realidad objetiva” y “la revelación”, dando a entender que la búsqueda de la realidad objetiva es la ciencia, la realidad objetiva es la evolución, y la revelación es un cuento chino. Eso sí, lo dice con elegancia. Pero, ¿por qué lo dice?, ¿quién garantiza que eso es verdad? La ciencia, no: ninguna ciencia lo dice, y esa idea tampoco es el resultado de un análisis de los métodos científicos. Es, más bien, una extrapolación injustificada y gratuita. Después de tratar, a lo largo de varios capítulos, sobre las ideas científicas que servirían para unificar el conocimiento (el capítulo 7 se titula “De los genes a la cultura”), Wilson dedica tres de los cuatro últimos capítulos a examinar expresamente las ciencias sociales (capítulo 9), las artes (capítulo 10), la ética y la religión (capítulo 11). La conclusión, expuesta en el último capítulo, es clara: “He argumentado que intrínsecamente existe sólo una clase de explicación... La idea central de la concepción consiliente del mundo es que todos los fenómenos tangibles, desde el nacimiento de las estrellas hasta el funcionamiento de las instituciones sociales, se basan en procesos materiales que en último término son reducibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la física... La fuerza principal de la concepción consiliente del mundo es que la cultura, y con ello las cualidades únicas de la especie humana, sólo tendrán sentido completo cuando se conecten mediante explicaciones causales a las ciencias naturales” (pp. 389-390). Wilson continúa una línea cientificista que merecería ser olvidada de una vez por todas. Wilson se pregunta: “¿Podrían ser las Sagradas Escrituras sólo el primer intento culto de explicar el universo y de hacernos significantes en él? Quizá la ciencia es una continuación, sobre un terreno nuevo y mejor probado, para conseguir el mismo objetivo. Si es así, entonces en este sentido la ciencia es religión liberada y gran escritura” (pp. 13-14). Pero la ciencia no es religión. Wilson pretende extraer de la ciencia una especie de religión, o más bien de cosmovisión, que sirva para explicar quiénes somos realmente y cuál es el sentido de nuestra vida. Pero se trata de una nueva versión de las viejas ideas materialistas, que en cada época se presentan adornadas del ropaje de los más recientes logros de la ciencia. De algún modo, se está repitiendo el caso Galileo, pero al revés. Las diferencias son, sin duda, notables. Afortunadamente, la mayoría de los científicos no son cientificistas, y no se puede decir, porque no es cierto, que la ciencia persiga institucionalmente a la religión. Pero también es cierto que el cientificismo, guardando las formas, pretende aniquilar la religión en nombre de la ciencia. La religión no siempre se encuentra con la fuerza institucional (a veces, sí); más bien se encuentra con una orquestación de aire científico que, en realidad, poco tiene que ver con la ciencia: es una extrapolación ilegítima de algunas características de la ciencia. Deseo manifestar mi sincero respeto por Edward O. Wilson como persona y como científico, y, desde luego, prefiero la libertad de expresión al autoritarismo. Me he referido a algunas de las ideas de Wilson, contenidas en un libro difundido con enorme amplitud y que ha sido criticado por otros autores de ideologías muy diferentes, porque expresan con claridad la importancia de la búsqueda de la unidad del saber y de la búsqueda de sentido en la actualidad, y porque son un ejemplo del papel que puede desempeñar la ciencia natural en los intentos de solucionar esos problemas. Con la alusión a Galileo pretendo llamar la atención sobre el peligro actual de un cientificismo que explota en su favor el enorme prestigio social de la ciencia cuando, en realidad, no puede recibir ningún apoyo de la ciencia. El libro de Wilson es un ejemplo entre varios posibles que, si bien no son muchos en cantidad, tienen un notable impacto en nuestra sociedad. Voy a presentar ahora un intento personal de relacionar la ciencia con la religión a través de un puente filosófico. Se trata de un intento realizado con la plena conciencia de que, como se ha dicho anteriormente, existen diversos puentes posibles y ninguno debería pretender la posesión de un monopolio. Para establecer un puente entre ciencia y religión necesitamos una filosofía que tenga carácter sapiencial, que sea capaz de establecer un orden entre los diferentes conocimientos. En nuestro caso, cuando se trata de superar el cientificismo y el materialismo, nos basta apelar al carácter sapiencial de la filosofía de la naturaleza y de la ciencia. La ciencia experimental es uno de los mayores logros del ser humano, y sirve para conocer nuestras capacidades y, por tanto, nuestro modo de ser. He desarrollado esta idea en la parte tercera de mi libro La mente del universo 7. En ese libro intento mostrar que la ciencia experimental tiene unos supuestos que son como condiciones necesarias de su existencia y de su progreso. Existen supuestos de tres tipos: ontológicos (existe un orden natural real, que posee una consistencia propia), epistemológicos (tenemos la capacidad de conocer, de manera parcial pero verdadera, ese orden natural), y éticos (la búsqueda de un conocimiento que nos permita el dominio controlado de la naturaleza es un valor que merece ser cultivado). El libro consta de cuatro partes. La primera está dedicada a analizar por qué hemos de admitir esos supuestos, qué sentido tienen, y cómo coinciden y se diferencian de los supuestos que admiten diversos autores. Las otras tres partes están dedicadas a analizar, por ese orden, los supuestos ontológicos, epistemológicos y éticos. Intento mostrar, además, que el progreso científico retroactúa sobre esos supuestos: los retrojustifica, los amplía y eventualmente los precisa. En el caso de los supuestos epistemológicos, el análisis de la actividad científica muestra que nuestra capacidad cognoscitiva incluye la capacidad de autorreflexión, de argumentación, de captar la verdad, de evidencia, de interpretación y valoración, de creatividad. Estas capacidades nos sitúan en un nivel distinto del propio de los demás seres naturales. Formamos parte de la naturaleza pero, al mismo tiempo, la trascendemos. El progreso científico muestra que, de hecho, conseguimos el objetivo cognoscitivo de la ciencia. Somos capaces de representarnos los diversos aspectos de la naturaleza como objetos, construyendo modelos ideales que los representan de modo que podemos operar sobre esos modelos (formulando cálculos, por ejemplo). Somos capaces de construir conceptos que van más allá de lo que nos manifiesta la experiencia, de modo que podemos operar con ellos, adjudicarles valores mediante la medición, y utilizarlos estableciendo acuerdos intersubjetivos que hacen posible la objetividad característica de la ciencia experimental. Somos capaces de construir teorías enormemente abstractas que, sin embargo, sirven para representar la realidad y para conocer muchos aspectos inasequibles a la experiencia ordinaria. Somos capaces de idear experimentos muy sofisticados mediante los cuales sometemos a control experimental nuestras construcciones teóricas. Las capacidades mencionadas exigen la utilización constante de creatividad e interpretación. Es un tópico de la actual filosofía de la ciencia hablar de la infradeterminación de las construcciones teóricas, que no vienen dictadas por la pura experiencia o por los datos. La ciencia experimental es una empresa en la que conseguimos un conocimiento objetivo de las pautas espacio-temporales naturales, gracias a que ponemos en juego toda una serie de capacidades que muestran claramente que, a la vez, formamos parte de la naturaleza y estamos por encima de ella. La filosofía de la ciencia conduce a una valoración del sujeto que hace la ciencia y tiene, por tanto, un carácter sapiencial. Evidentemente, no es la sabiduría última, ni siquiera la más alta que se puede conseguir con las fuerzas naturales. Pero desempeña un papel insustituible cuando se trata de valorar los diferentes conocimientos proporcionados por las ciencias. Respeta a las ciencias, a las que ni puede ni debe sustituir, y ha de reconocer la legítima autonomía que lleva a las ciencias a progresar utilizando sus cánones propios; pero es indispensable para analizar cuál es la naturaleza de las ciencias, cuál es su valor, y cómo se integran en una unidad armónica dentro del ámbito total de la vida humana. La filosofía de la ciencia no es metafísica, pero participa de ella: permite evitar la absolutización de la ciencia natural, o sea, el naturalismo cientificista, mostrando que el estudio científico de la naturaleza es una de las pruebas más claras de la trascendencia del ser humano con respecto a la naturaleza de la cual forma parte. La reflexión sobre los supuestos epistemológicos de la ciencia conduce al reconocimiento de la singularidad humana. No me detendré en hacer explícitas todas las implicaciones de esa reflexión. En cambio, aunque sólo sea de paso, mencionaré que una reflexión semejante se puede realizar en los otros dos niveles mencionados, el ontológico y el ético. En el nivel ontológico se puede mostrar que la cosmovisión científica actual es muy congruente con la acción de un Dios personal creador que es inmanente al mundo y que ha dotado a la naturaleza de una maravillosa capacidad de autoorganización. En el nivel ético se puede argumentar que la actividad científica sólo tiene sentido si se admite que la búsqueda de la verdad y el servicio a la humanidad son valores que merecen ser cultivados, y que esos valores son muy congruentes con la idea que representa al ser humano como creado por Dios a su imagen y semejanza para colaborar con Él en su proyecto creador. Para concluir, recogeré tres consideraciones que se encuentran en la parte final de la encíclica Fides et ratio. En el nº 105, el Papa se dirige a quienes tienen responsabilidad de formación en la Iglesia, y les exhorta a que «cuiden con particular atención la preparación filosófica de los que habrán de anunciar el Evangelio al hombre de hoy y, sobre todo, de quienes se dedicarán al estudio y la enseñanza de la teología. Que se esfuercen en realizar su labor a la luz de las prescripciones del Concilio Vaticano II y de las disposiciones posteriores, las cuales presentan el inderogable y urgente cometido, al que todos estamos llamados, de contribuir a una auténtica y profunda comunicación de las verdades de la fe. Que no se olvide la grave responsabilidad de una previa y adecuada preparación de los profesores destinados a la enseñanza de la filosofía en los Seminarios y en las Facultades eclesiásticas. Es necesario que esta enseñanza esté acompañada de la conveniente preparación científica, que se ofrezca de manera sistemática proponiendo el gran patrimonio de la tradición cristiana y que se realice con el debido discernimiento ante las exigencias actuales de la Iglesia y del mundo». Difícilmente se puede llevar a cabo un trabajo cristiano que esté a la altura de las circunstancias actuales sin dedicar cierto esfuerzo al conocimiento de las cuestiones relacionadas con las ciencias. Siguiendo en esta línea, en el nº 106 el Papa se dirige «a los filósofos y a los profesores de filosofía, para que tengan la valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del pensamiento filosófico. Que se dejen interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar su razonamiento y argumentación como respuesta a las mismas. Que se orienten siempre hacia la verdad y estén atentos al bien que ella contiene. De este modo podrán formular la ética auténtica que la humanidad necesita con urgencia, particularmente en estos años. La Iglesia sigue con atención y simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del respeto que ella tiene por la justa autonomía de su ciencia. De modo particular, deseo alentar a los creyentes que trabajan en el campo de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe». Son palabras que apenas necesitan comentario. Dado que me he situado en la óptica de la ciencia y de la filosofía de la ciencia, me limitaré a señalar que las recomendaciones del Papa se extienden, como es lógico, a ese ámbito, que ocupa cada vez un lugar más importante en la filosofía actual. En el mismo nº 106, el Papa se dirige también a los científicos, «que con sus investigaciones nos ofrecen un progresivo conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en este siglo, metas que siguen asombrándonos. Al expresar mi admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e imprescindible de la persona humana. El científico es muy consciente de que “la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio” 8 ». La ciencia es, ante todo, búsqueda de la verdad. Su progreso es un triunfo del programa realista que, de algún modo, tiene un carácter ético. Se puede argumentar que la ciencia tiene unas bases éticas y conduce a la difusión de unos valores que, de por sí, tienen carácter ético 9. La reflexión rigurosa sobre la ciencia es el mejor antídoto frente a los reduccionismos materialistas y proporciona puentes muy valiosos para comunicar, a través de reflexiones metacientíficas y metafísicas, el mundo de la ciencia con el de la religión. (1) Se encuentra una propuesta que admite la verdad científica y señala sus modalidades en: M. Artigas, Filosofía de la ciencia experimental. La objetividad y la verdad en las ciencias, 2ª ed., Eunsa, Pamplona 1992. (2) Cfr. W. Pannenberg, “Theologie der Schöpfung und Naturwissenschaft”, en: N. H. Gregersen, M. W. S. Parsons y C. Wassermann, eds., The Concept of Nature, part I, Labor et Fides, Ginebra 1997, p. 84. (3) Cfr. M. Artigas, “Teleology as a Bridge between Nature and Transcendence”, ibid., pp. 46-51. (4) Éste es uno de los temas centrales expuestos en: M. Artigas, La mente del universo, Eunsa, Pamplona 1999. (5) Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II, 2 (1979), pp. 1111-1112. (6) E. O. Wilson, Consilience. La unidad del conocimiento, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, Barcelona 1999. (7) M. Artigas, La mente del universo, cit. (8) Juan Pablo II, Discurso con ocasión del VI centenario de la Universidad Jaguellónica, 8 de junio de 1997, 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 27 de junio de 1997, pp. 10-11. |