| El diálogo ciencia-fe en la Encíclica «Fides et ratio» Mariano ArtigasPublicado en Anuario Filosófico, 32 (1999), pp. 611-639.
 Uno de los fenómenos culturales más singulares en   nuestros días es la existencia de un renovado interés en las relaciones entre   ciencia y religión. El interés es mutuo. No son pocos los científicos que   discuten, a veces en libros dedicados por entero a estos temas, las posibles   implicaciones teológicas de su ciencia, y por su parte muchos teólogos se   embarcan en un diálogo entre ciencia y religión que está dando lugar al   nacimiento de una nueva disciplina: en estos años se han creado, en bastantes   instituciones universitarias, cursos sobre las relaciones entre ciencia y fe,   e incluso Centros completamente dedicados a esta línea de trabajo. Además, el   público general se interesa por estas cuestiones. Como muestra del interés que suscitan estos temas se   puede mencionar la creación, en octubre de 1995, dentro de la American   Association for the Advancement of Science, de un programa que comenzó   llamándose Dialogue between Science and Religion y, desde 1999, se   titula Dialogue on Science, Ethics, & Religion, que se propone   tres objetivos: (1) promocionar el conocimiento del progreso en ciencia y   tecnología dentro del ámbito religioso, (2) proporcionar oportunidades para   el diálogo entre miembros de las comunidades científica y religiosa acerca de   temas significativos para el entendimiento mutuo, y (3) promover la   colaboración entre miembros de esas comunidades en proyectos que exploren las   implicaciones éticas y religiosas del progreso científico. El programa   incluye la organización de Conferencias. En 1998 se celebró en el Museo de   Historia Natural de Chicago una Conferencia multi-disciplinar bajo el título La   épica de la evolución. En abril de 1999 se celebró en Washington otra   Conferencia multi-disciplinar sobre Cosmología, de tres días de duración, en   la que se trataron los tres temas siguientes: ¿Hubo un principio?, ¿Está el   universo planeado?, ¿Estamos solos? El segundo día tuvo lugar una discusión   pública sobre el segundo tema, que enfrentó a Steven Weinberg, premio Nobel de   física por su trabajo en la teoría electrodébil, y a Sir John Polkinghorne,   físico de partículas que en la actualidad es ministro anglicano. El debate   saltó a las páginas del New York Times y de otros medios de   comunicación de alcance internacional. Analizaré a continuación lo que dice la encíclica Fides   et ratio sobre esta cuestión, centrando la atención en torno a algunos   temas especialmente importantes para conseguir un diálogo fecundo entre la   ciencia y la fe. Al comienzo de la encíclica (nº 5), el Papa dice que   va a centrar su atención en la filosofía y explica el motivo que le guía: «Me   impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de   la verdad última parece a menudo oscurecida». ¿Cómo se ha llegado a ese   oscurecimiento? La situación es paradójica. Se ha dado un gran progreso en   muchos ámbitos del saber humano; el Papa cita «la antropología, la lógica,   las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha   abarcado todas las ramas del saber». Sin embargo, la gran variedad de   resultados positivos alcanzados ha tenido como consecuencia que se ha   olvidado la orientación hacia una verdad unificadora, de modo que triunfan   criterios pragmáticos y se utiliza como patrón la eficacia técnica. Así ha   sucedido que la filosofía moderna, «en lugar de apoyarse sobre la capacidad   que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites   y condicionamientos». Este diagnóstico es completamente válido por lo que   se refiere a la filosofía de la ciencia en la actualidad. La filosofía de la   ciencia se constituyó como disciplina autónoma a partir de la década de 1930,   gracias, en buena parte, al extraordinario impulso que recibió por parte de   los miembros del Círculo de Viena, que publicaron su manifiesto programático   en 1929. El desarrollo de la filosofía de la ciencia estuvo demasiado   condicionado por los límites del neopositivismo sostenido por los autores   pertenecientes al Círculo de Viena. Se comenzó con un empirismo extremo y,   aunque ese empirismo se mitigó más tarde y surgieron otros enfoques   complementarios, en su conjunto la moderna filosofía de la ciencia no ha   conseguido una suficiente claridad acerca del problema de la verdad. Se da   así una situación curiosa: por una parte, todo el mundo está convencido de   que las ciencias progresan de modo espectacular, pero por otra parte parece   muy difícil precisar en qué consiste la verdad científica, y ni siquiera se está   de acuerdo en que esa verdad exista. El realismo científico afirma que existe la verdad   científica y que podemos alcanzarla. El realismo debe afrontar serias   dificultades que, de diferentes modos, se reducen a una dificultad básica:   concretamente, es obligado admitir que la ciencia consiste en construcciones   nuestras que no son simples fotografías de la realidad. Especialmente en la   física matemática se formulan modelos muy abstractos que, con frecuencia, no   tienen una correspondencia clara con la realidad. La filosofía de la ciencia   ha estado, hasta la década de 1960, centrada casi exclusivamente en la física   matemática, la rama más desarrollada de la ciencia, y esto ha creado   dificultades al realismo científico. En las últimas décadas, el enorme desarrollo   de la biología, que ha sido posible gracias al gran progreso de la física y   de la química, ha mostrado claramente que, al menos en el ámbito biológico,   la verdad científica existe y podemos alcanzarla. Sostengo, desde hace años, un realismo científico   según el cual en la ciencia experimental podemos alcanzar conocimientos   verdaderos, con una verdad que es siempre contextual y, por tanto, parcial,   pero, que es, al mismo tiempo, auténtica verdad. La verdad científica es   siempre «contextual» porque debe interpretarse dentro del contexto conceptual   que utilizamos en cada teoría. Por ser contextual, esa verdad es también   «parcial», y no agota todo lo que puede decirse acerca del objeto que se   estudia. Pero, al mismo tiempo, puede ser una verdad «auténtica» en el   sentido clásico de correspondencia con la realidad. Como es lógico, esa   correspondencia deberá fijarse en función de los conceptos y datos utilizados   en cada caso 1 .El realismo científico es, obviamente, una posición   filosófica que debe ser sostenida mediante una descripción del proceder de   las ciencias y un análisis de la validez de sus contenidos. Pero puede   señalarse que la defensa del realismo científico, al menos en sus aspectos más   generales, es una tarea muy conforme con la intención que el Papa manifiesta   en la encíclica Fides et ratio . Difícilmente podremos afirmar la   capacidad humana de conocer la verdad en las cuestiones más profundas si la   negamos cuando se trata del conocimiento científico del mundo natural. Es   difícil, como mínimo, abordar con garantías un estudio metafísico de la   realidad si no disponemos de una base física adecuada. Puede argumentarse,   además, que el diálogo entre ciencia y fe debe pasar por un puente construido   mediante la filosofia de la naturaleza, que sea capaz de conectar los dos   participantes en el diálogo 2 .En el nº 9 de la encíclica, el Papa recuerda la   doctrina del Concilio Vaticano I sobre la distinción entre los dos órdenes de   conocimiento, el de la razón y el de la fe. Recuerda que «la filosofía y las   ciencias tienen su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la   fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la   salvación la “plenitud de gracia y de verdad” (cf. Jn 1, 14) que Dios ha   querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo   (cf. 1 Jn 5, 9: Jn 5, 31-32)». Existe un acuerdo generalizado acerca de la   distinción que existe entre las perspectivas de las ciencias y de la fe. Sin   embargo, esa distinción puede concretarse ulteriormente en dos modalidades   que son opuestas: para unos, ciencia y fe son complementarias, y para otros,   en cambio, ambas se oponen. Las dos posiciones existen en la actualidad. La   mayoría de los filósofos, de los teólogos y de los científicos suelen estar a   favor de la complementariedad y el diálogo, pero algunos pretenden ostentar   un monopolio cognoscitivo que no dejaría lugar a las otras partes. Más   adelante volveremos sobre este tema, al comentar lo que el Papa dice sobre el   cientificismo. Uno de los temas clásicos de las relaciones entre   ciencia y fe son las pruebas de la existencia de Dios que arrancan del   conocimiento de la naturaleza. El Papa alude a estas pruebas en el nº 19 de   la encíclica, comentando textos del libro de la Sabiduría, como aquél en que   se afirma que «de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por   analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13, 5). El Papa comenta: «Se reconoce   así un primer paso de la Revelación divina, constituido por el maravilloso   “libro de la naturaleza”, con cuya lectura, mediante los instrumentos propios   de la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el hombre   con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador de todo, no se   debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al impedimento   puesto por su voluntad libre y su pecado». En esta perspectiva, la razón es   valorada como un instrumento para conocer a Dios que se revela a través de la   naturaleza. Las discusiones actuales en torno a las pruebas de la   existencia de Dios que arrancan de la contemplación la naturaleza se centran   especialmente en torno al argumento teleológico. En la abundante literatura   que existe en el mundo angloparlante acerca de este tema se habla,   ordinariamente, del «argumento del diseño» (argument from design).   Parece que ese argumento, y las discusiones que lo acompañan, no corresponde   con toda propiedad a los argumentos del tipo de la «quinta vía» de Santo   Tomás que, más que el «diseño», subrayan la «finalidad». Sin duda, existen   elementos comunes a ambos enfoques: el gobierno divino de la creación guarda   estrecha relación con los planes o designios concretos tal como se   manifiestan en el funcionamiento de la naturaleza. Pero, cuando se habla de   «diseño» (design), se trata de una actividad inteligente que consiste   en ordenar unos materiales previamente existentes, y cuando se habla de   «finalidad», tal como sucede en los argumentos clásicos, se trata del   comportamiento de la naturaleza, que surge de principios internos. El   «diseño» sugiere un Gran Arquitecto, la «finalidad» sugiere un Creador. Esta diferencia es patente cuando se considera la   «auto-organización», que es la metáfora central de la cosmovisión científica   actual. Si la naturaleza posee unas sorprendentes capacidades de   auto-organizarse, de modo que se producen sucesivos niveles de complejidad   mediante el despliegue de las potencialidades naturales, la imagen   correspondiente de Dios es la del autor de la naturaleza, que ha puesto en   ella las semillas que se desarrollan progresivamente en función de las   circunstancias y de los niveles de organización que ya se han alcanzado. Aunque no existe unanimidad acerca de estos temas, es   significativo que, lejos de estar superados, provocan una gran abundancia de   reflexiones científicas, filosóficas y teológicas. La filosofía de la ciencia   solía estar centrada en la física y subrayaba las características de las   entidades inertes; la cosmovisión actual subraya que no existen entidades   inertes y coloca en el centro, tal como sucedía en la antigüedad, a los   vivientes: el progreso de la física y de la química ha hecho posible un   progreso explosivo de la biología, que ha provocado un nuevo interés en los   temas relacionados con la finalidad. El mundo de la biología es el mundo de   la finalidad, y la teleología es un tema clave para unir los ámbitos de la   ciencia y de la teología 3 .Juan Pablo II subraya que el hombre tiene la capacidad   de conocer la verdad, y no sólo verdades particulares, sino verdades últimas   que dan sentido a nuestra vida. En el nº 24 de la encíclica escribe: «Existe,   pues, un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer, y que se inicia con   la capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir   hacia lo infinito. De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha   demostrado que sabe expresar este deseo íntimo. La literatura, la música, la   pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro fruto de su   inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los cuales puede   manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de manera peculiar   este movimiento y ha expresado, con sus medios y según sus propias   modalidades científicas, este deseo universal del hombre». En el nº 25, el   Papa recoge el inicio de la Metafísica de Aristóteles: «Todos los   hombres desean saber», añade que «la verdad es el objeto propio de este   deseo», y prosigue con una consideración cuya importancia es difícil   exagerar: «El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo   es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por   la verdad real de lo que se le presenta... Éste es el motivo de tantas   investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado   en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un   auténtico progreso de toda la humanidad». Más adelante, el Papa cita a Galileo. Pero ya ahora   podemos señalar que el nacimiento de la ciencia experimental fue posible   gracias a la búsqueda apasionada de la verdad. Es sabido que Galileo hubiese   evitado sus problemas con el Santo Oficio si se hubiese limitado a presentar   el heliocentrismo como una simple hipótesis útil para los cálculos matemáticos.   Pero él pensaba que la teoría era algo más que una hipótesis, y combatió por   ella. Estaba convencido, con razón, de que no podía haber oposición entre la   verdad científica y la verdad bíblica, e incluso proporcionó, basándose en la   mejor tradición católica, los medios para mostrar que no existía tal   oposición. Por desgracia, circunstancias muy diversas se unieron para hacer   fracasar, por el momento, su proyecto. Lo importante aquí es advertir que la   búsqueda de la verdad es una condición necesaria del progreso científico, y   que supone la existencia de unas peculiares capacidades del ser humano que la   hacen posible. En efecto, la búsqueda de la verdad no tendría   sentido sin la capacidad de autorreflexión. La capacidad argumentativa es la   base de la ciencia, y supone autorreflexión, sentido de la evidencia,   capacidad de valorar los distintos conocimientos, capacidad de planificar   experimentos para contrastar las hipótesis y de interpretar los resultados de   esos experimentos. En la ciencia experimental buscamos un conocimiento de la   naturaleza que pueda ser sometido a control experimental y que, por tanto,   pueda servir como base para un dominio controlado de la naturaleza, y el   progreso científico muestra que podemos conseguir esos objetivos. Los supuestos   ontológicos y epistemológicos de la ciencia, a saber, la existencia de un   orden natural que podemos conocer, son retrojustificados, ampliados y   precisados por el progreso de la ciencia. Lo mismo sucede con los supuestos   éticos: la actividad científica carecería de sentido si no admitimos que los   objetivos de esa actividad son valores que merecen ser buscados. Por tanto, la búsqueda de la verdad, junto con la   comprobación de que, mediante las ciencias, podemos progresar en el   conocimiento de la verdad, tiene una profunda significación antropológica.   Algunos ven en el progreso científico un avance de las posiciones   naturalistas, que dejan cada vez menos espacio para la metafísica y la   teología. Por el contrario, podemos advertir que una reflexión rigurosa sobre   ese progreso, que incluya sus condiciones de posibilidad y su significado,   arroja nuevas luces sobre la imagen del hombre como ser que posee unas   capacidades que le capacitan para participar en los planes de Dios de modo   consciente 4 .De hecho, en el nº 29 de la encíclica, el Papa expone   unas reflexiones que se sitúan claramente en la línea recién señalada, cuando   escribe: «No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en   la naturaleza humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar   la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre   no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase   absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder alcanzar una   respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que   sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un científico,   siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica   y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que   encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera   inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más   bien dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada». El nacimiento de la ciencia experimental moderna en   el siglo XVII debe mucho a las ideas cristianas. La fe cristiana en un Dios   personal creador, que libremente crea un mundo contingente (podía no haberlo   creado, o haber creado un mundo diferente) y que crea al ser humano a su   imagen y semejanza, con la capacidad de conocer y dominar el mundo,   proporcionaron la base de la investigación científica. En esa perspectiva, el   mundo, como obra de Dios, posee un orden, pero al ser contingente hemos de   recurrir a la experimentación para conocerlo; y el hombre es capaz de conocer   el orden natural y de utilizarlo para obtener un dominio controlado del   mundo. Los grandes pioneros de la ciencia moderna estaban movidos por esas   convicciones. Es una notable paradoja que Galileo, que sin duda estaba guiado   profundamente por esas ideas, tropezara con la oposición de autoridades   eclesiásticas, entre las cuales destacaba un Papa en el que influían ideas   nominalistas que se oponían a las ideas de Galileo. Urbano VIII argumentaba   que, aunque nuestros razonamientos puedan sugerir que existen unas   determinadas leyes en la naturaleza, hemos de admitir que Dios podría haber   hecho que los fenómenos que observamos respondan a causas diferentes que no   conocemos. El Papa estaba preocupado por salvar la trascendencia y la   omnipotencia de Dios, sin limitarle con nuestras teorías; es una idea   claramente cristiana, tanto como lo eran las que movían a Galileo. La batalla epistemológica entre Galileo y Urbano VIII   tiene una actualidad enorme. Hoy día, en la filosofía de la ciencia se   insiste en la «infradeterminación de las teorías», para indicar que ningún   conjunto de datos pueden obligarnos a admitir una teoría particular. Sin   embargo, a veces existen argumentos poderosos en favor de las teorías, y en   muchos casos podemos llegar a una certeza suficiente que, sin embargo,   siempre se sitúa en el nivel de lo que tradicionalmente se ha llamado   «certeza física». El orden natural es contingente, y ahora sabemos que, de   hecho, el universo ha ido cambiando a lo largo de su historia; pero existe   una cierta necesidad natural en la medida en que existen aspectos estables en   la naturaleza: y la experiencia nos muestra que existen. Voy a recurrir ahora a la terminología tradicional   acerca de la verdad ontológica y la verdad lógica. La «verdad ontológica» se   refiere a la realidad tal como es en sí misma, a su inteligibilidad, y se   relaciona con la idea, profundamente realista, de que las cosas son como son,   independientemente de que nosotros lo queramos o nos agrade. Sin duda, cuando   hablamos de artefactos y, en general, de productos de nuestra actividad,   nosotros provocamos que algo exista de acuerdo con nuestra voluntad; pero,   incluso en ese caso, nos vemos forzados a utilizar las leyes naturales que   existen en la realidad, no podemos crearlas a nuestro antojo. En este   sentido, la verdad es completamente objetiva, es una, y es la meta hacia la   cual tiende nuestro esfuerzo por conocer la realidad. Sin embargo, podemos hablar también de la verdad de   nuestro conocimiento, de «la verdad lógica», de la adecuación de nuestros   enunciados con la realidad. Y en ese nivel existen diferentes modalidades y   grados. En el nº 30 de la encíclica el Papa, en esta línea, se refiere a las   «diversas formas de verdad» y escribe: «En este momento puede ser útil hacer   una rápida referencia a estas diversas formas de verdad. Las más numerosas   son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas   experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de   la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de   carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad   especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas, que en   cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están   contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus   tradiciones a las cuestiones últimas». Éste es un punto clave en el diálogo entre ciencia y   fe. Se trata de evitar los distintos «imperialismos» que pretenden adjudicar   el monopolio de la verdad a un enfoque particular, por importante o noble que   sea, olvidando que existen diversos accesos a la verdad objetiva y que la   búsqueda sincera de la verdad exige el respeto mutuo entre ellos. Una parte   de ese respeto consiste en que no se pretenda resolver los problemas   metafísicos o teológicos, o negar su legitimidad, mediante el método de la   ciencia experimental. Hoy día se reconoce fácilmente, e incluso cuesta   admitir que alguien haya podido alguna vez pensar lo contrario, que en el   siglo XVII no se debió argumentar en contra del heliocentrismo utilizando la   Sagrada Escritura; sin embargo, no es difícil encontrar la actitud contraria,   o sea, la de quienes pretenden solventar los más profundos problemas   metafísicos recurriendo a la gravedad cuántica o a la selección natural. Los   excesos actuales suelen presentarse como si estuvieran avalados por la   ciencia, y eso parece proporcionarles cierta legitimidad, pero son tan   erróneos como los errores opuestos del siglo XVII. Un diálogo fecundo entre   ciencia y fe exige que se respeten las respectivas perspectivas y que en cada   caso se adopte la perspectiva exigida por el tipo de problemas que se   plantean. La relación entre verdad y creencia es uno de los   temas básicos de la filosofía del conocimiento y de la religión. En el nº 31   de la encíclica, el Papa subraya la dimensión social del ser humano, que   recibe muchos de los conocimientos que posee a través de otras personas: «en   la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas   que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería   capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias   sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su cuenta   el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del   mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién   podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los   cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la   humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive   de creencias». Con frecuencia se opone la ciencia a la religión   precisamente en relación con este tema: se dice que la tradición y la   autoridad ocupan un puesto central en la religión, y que, en cambio, la   ciencia se caracteriza por la apertura a la discusión crítica. Es fácil   advertir, sin embargo, que la confianza en lo que otros transmiten y el   argumento de autoridad ocupan también un lugar central en la ciencia. Incluso   podría decirse que es difícil encontrar una institución que otorgue más   importancia a la confianza mutua y a la autoridad que la ciencia. Esto sucede   desde el principio, en la enseñanza de las ciencias, donde se exige del   estudiante una confianza ilimitada en las autoridades de su especialidad. Desde luego, existe una diferencia fundamental, ya   que en la ciencia todo puede ponerse en tela de juicio, por principio, y nada   se considera definitivamente establecido de modo completo. En la religión   revelada, el argumento de autoridad ocupa un lugar insustituible. Pero se   puede argumentar que es razonable admitir la autoridad religiosa y en qué   condiciones lo es. «bAutoridad versus crítica» parece representar   la diferencia nuclear entre las perspectivas religiosa y científica. Sin   negar la parte de verdad que ahí se encierra, sería, sin embargo, deseable   reconocer que, tanto en la religión como en la ciencia, el motor principal   debe ser la búsqueda de la verdad, siguiendo caminos que en parte coinciden   pero en parte son diversos. Por tanto, si en la religión se admite la   autoridad es porque existen buenas razones para hacerlo, y en la medida en   que esa autoridad se ejercita de acuerdo con las modalidades que le son   propias. Además, el misterio propio de las verdades religiosas tiene como   contrapartida que, a la luz de esas verdades, se consigue una visión mucho   más amplia, profunda y razonable del sentido de la vida humana. Una de las aspiraciones más fuertes de la humanidad   actual es la búsqueda de la unidad del saber. Ya se ha aludido a la   fragmentación del saber, típica de nuestra época. Después de aludir a las   diferentes modalidades de la verdad, y a la relación entre verdad y creencia,   el Papa se refiere a la relación entre los conocimientos parciales y la   búsqueda de sentido que lleva hasta Dios. En el nº 33 escribe: «Se puede ver   así que los términos del problema van completándose progresivamente. El   hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada   sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca   sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende   hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso   es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto». Y   en el nº 34, Juan Pablo II destaca la complementariedad entre la verdad   revelada y la que puede conseguirse mediante la razón: «Esta verdad, que Dios   nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se   alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la   verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental   de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La   Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es   también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que   fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las   cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se   revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo». Es en este nº 34 donde se encuentra la nota 29, en la   que el Papa cita a Galileo, recogiendo textualmente un fragmento de su   discurso a la Academia Pontificia de Ciencias en 1979: «(Galileo) declaró   explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no   pueden contradecirse jamás. “La Escritura santa y la naturaleza, al provenir   ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y   la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios”, según   escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El   Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea   expresiones semejantes cuando enseña: “La investigación metódica en todos los   campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y   conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque   las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios”   (Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la   presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones,   actuando en lo más hondo de su espíritu» 5 .En su momento, la carta de Galileo a Castelli fue   enviada a la Inquisición romana junto con una acusación contra Galileo,   argumentando que el heliocentrismo copernicano chocaba con diversos pasajes   de la Sagrada Escritura. El Papa la cita en su documento, como testimonio   histórico de la profunda unidad entre las ciencias y la fe, tal como fue   percibida desde el principio por uno de los grandes pioneros de la ciencia   moderna. La raíz profunda de la unidad del saber se encuentra, en efecto, en   el mismo Dios, autor de la naturaleza y de la revelación, que nos ha   proporcionado los medios para alcanzar la verdad a través de ambos caminos. La modestia intelectual juega un papel importante en   la búsqueda de la unidad del saber. En el nº 40 de la encíclica, Juan Pablo   II también cita textualmente a San Agustín, quien se refiere a su propia   experiencia, narrando que, incluso antes de consolidar sus convicciones   católicas, había comenzado «a dar preferencia a la doctrina católica, porque   me parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente,   creer lo que no se demostraba -fuese porque, aunque existiesen las pruebas,   no había sujeto capaz de ellas, fuese porque no existiesen-, que no allí, en   donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia   y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no   podían demostrar». La fe cristiana es una garantía en la búsqueda de la   unidad del saber. Es fácil comprobar que, cuando se busca la unidad del saber   desde una perspectiva atea o materialista, fácilmente se acaba admitiendo,   con una especie de fe irracional, tesis que ni se pueden demostrar ni   comprobar ni realmente se entienden. Se pide, por ejemplo, admitir que el   universo ha podido surgir de la nada sin ser obra de un Creador; o que la   naturaleza que conocemos es el resultado de puras fuerzas ciegas; o que las   características humanas se reducen a ser simples epifenómenos de la realidad   biológica subyacente. El Papa advierte que la vida cristiana eleva y   perfecciona el saber humano, y escribe en el nº 44: «Una de las grandes   intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu   Santo realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana». Por otra parte, en el nº 45 el Papa se refiere a la   síntesis medieval entre el saber científico y la teología, y lamenta la   posterior separación de ambos en la época moderna: «Con la aparición de las   primeras universidades, la teología se confrontaba más directamente con otras   formas de investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo   Tomás, aun manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la filosofía,   fueron los primeros que reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía   y las ciencias necesitan para dedicarse eficazmente a sus respectivos campos   de investigación. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media la legítima   distinción entre los dos saberes se transformó progresivamente en una nefasta   separación». Llegamos aquí a uno de los puntos centrales de la   encíclica. El Papa se refiere con fuerza a la separación entre ciencia,   filosofía y teología. En el nº 46 escribe: «Las radicalizaciones más   influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia de Occidente.   No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno se   ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta   llegar a contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento   alcanzó su culmen». Y más adelante: «En el ámbito de la investigación   científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que no sólo se ha   alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y   principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral.   Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia   ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona   y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades   inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del   mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la   naturaleza y sobre el ser humano mismo». Aquí se habla de una separación entre la teología por   una parte, y la ciencia y la filosofía por la otra. Me atrevería a decir que   el protagonista principal de la separación es la filosofía, y que es la   filosofía a quien compete principalmente lograr una nueva unificación del   saber que respete la autonomía propia de cada uno de los saberes. En efecto,   sólo la filosofía proporciona una base común tanto a las ciencias como a la   teología. Sin duda, para lograr una síntesis cristiana se necesita de una   filosofía que actúe teniendo en cuenta la luz de la teología. El papel que la filosofía está llamada a desempeñar   en la búsqueda de la unidad del saber queda resaltado cuando el Papa indica,   en el nº 61, que la filosofía no puede ser sustituida por las ciencias   humanas. Lamenta la poca estima en que a veces se tiene a la filosofía y dice   que uno de los motivos es «el equívoco que se ha creado sobre todo en   relación con las “ciencias humanas”. El Concilio Vaticano II ha remarcado   varias veces el valor positivo de la investigación científica para un   conocimiento más profundo del misterio del hombre. La invitación a los   teólogos para que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen   correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser interpretada como   una autorización implícita a marginar la filosofía o a sustituirla en la   formación pastoral y en la praeparatio fidei». En la misma línea, el   Papa escribe en el nº 69: «Se puede tal vez objetar que en la situación   actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la ayuda de otras   formas del saber humano, como la historia y sobre todo las ciencias, cuyos   recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos... La   referencia a las ciencias, útil en muchos casos porque permite un   conocimiento más completo del objeto de estudio, no debe sin embargo hacer   olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica,   crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo   entre las culturas». La unidad del conocimiento no es un fin en sí misma.   Es un medio para conseguir que las diversas modalidades del conocimiento   ayuden al hombre a conseguir su fin. Y para ello se necesita un principio   organizador, capaz de proporcionar una jerarquía entre los conocimientos   particulares y de encuadrarlos en una perspectiva global. Esto es lo que   tradicionalmente se ha denominado «sabiduría». En el último capítulo de la encíclica, titulado   «Exigencias y cometidos actuales», el Papa aborda expresamente esta cuestión.   En el nº 81 describe de manera muy viva la situación actual y su relación con   el progreso de las ciencias, subrayando la fragmentariedad del saber y la   crisis de sentido: «Se ha de tener presente que uno de los elementos más   importantes de nuestra condición actual es la “crisis del sentido”. Los   puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el   mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se produce   el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y   a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en   medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que   parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía   tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las   teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de   interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta   duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de   indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo. La consecuencia   de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de   pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo,   dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo   trascendente. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la   existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones   meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la   verdad». Sin duda, la fe nos da a conocer el sentido último de   la existencia humana. Hoy día es verdad, como siempre lo ha sido, que una   persona que posea una fe auténtica en la revelación de Cristo posee, automáticamente,   un conocimiento del sentido de su vida que le basta para alcanzar su fin.   Además, por mucho que avancemos en las ciencias y en la filosofía, no   alcanzaremos el nivel de los conocimientos que proporciona la revelación. En   estas condiciones, podría parecer poco útil empeñarse en alcanzar, con   grandes esfuerzos, los conocimientos asequibles a la razón humana. Además, es   difícil alcanzar, en esas cuestiones, un consenso entre los pensadores: al   tratarse de problemas nada fáciles, las soluciones propuestas por los autores   católicos, aunque se encuentren dentro del abanico de posibilidades conformes   con la fe, proporcionan un amplio espectro que no se puede reducir a un   esquema que agrade a todos por igual. ¿Qué sentido tiene, pues, el esfuerzo   humano por conseguir una síntesis de un saber que, aunque tenga un carácter   sapiencial, pertenece al nivel puramente racional? No es difícil advertir que la Iglesia siempre ha   buscado, a lo largo de su historia, el apoyo natural que en cada   circunstancia pueda encontrarse para su doctrina sobrenatural. La Iglesia   tiene plena conciencia de que ese apoyo natural requiere ser complementado   por lo sobrenatural, y respeta la legítima pluralidad que en ese ámbito   existe, sin pretender imponer una uniformidad que vaya más allá de lo   necesario. Si se renuncia a ese esfuerzo, con todo lo que tiene de limitado,   temporal y precario, se renuncia a expresar y vivir la fe de acuerdo con   nuestra naturaleza humana y, por otra parte, se carece de los medios   necesarios para realizar la misión apostólica de la Iglesia: caeríamos en un   fideísmo que pronto resultaría ininteligible a los oídos humanos. No parece   demasiado aventurado afirmar que, en parte, ese peligro es una realidad   actual, ya que el descuido de la filosofía ha llevado a los inconvenientes   recién señalados. De hecho, en el mismo pasaje de la encíclica, Juan   Pablo II estimula al pensamiento filosófico para que realice su función   sapiencial: «Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario,   ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de   búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera exigencia,   pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse a   su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la   instancia crítica decisiva que señala a las diversas ramas del saber   científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá también como última   instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a   avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial   se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del   poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los   valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia   un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e   incluso transformarse en potenciales destructores del género humano». Todavía en el mismo pasaje, el Papa se refiere a «la   crisis de confianza, que atraviesa nuestro tiempo, sobre la capacidad de la   razón», como a uno de los motivos de las crisis actuales. Por supuesto, existe el peligro contrario, que se da cuando   se confía en la razón de tal modo que se la absolutiza, negando la validez de   lo que caiga fuera de su alcance. Este peligro se da en sistemas filosóficos   pero se da también, de un modo especialmente insidioso en nuestra época, en   el cientificismo. En el nº 88 de la encíclica, el Papa ofrece una   descripción clara y penetrante del cientificismo, aludiendo incluso a algunas   de las formas que ha adoptado a lo largo de la historia. Vale la pena   reproducir íntegramente esas consideraciones, aunque tengan cierta longitud:   «Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no   admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de   las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el   conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el   pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el   neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter   metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no   obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta   perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad   y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente   fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia   humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la   investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a   difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites,   teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha   aportado en ellas cambios radicales. Se debe constatar lamentablemente que lo   relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el   cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo   imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta corriente de   pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son   ignorados o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin   fundamento racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana,   que se ve privada de los problemas de fondo que el animal racional se ha   planteado constantemente, desde el inicio de su existencia terrena. En esta   perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la   mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la   cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente   admisible». Vemos que Juan Pablo II afirma que el cientificismo   es una «corriente filosófica». Sin embargo, se presenta como si fuese una   parte de la ciencia, o una consecuencia necesaria del análisis de la ciencia   o de su progreso. Ahí reside su fuerza: en que es una corriente filosófica   que se presenta avalada por el prestigio de la ciencia. Por este motivo, una   primera reacción que suscita el cientificismo es advertir su carácter   circular; en efecto, niega valor de conocimiento a lo que no sea ciencia,   pero su tesis básica no pertenece a la ciencia: en consecuencia, si se le   aplican sus propios cánones, carece de sentido. El cientificismo actual tiene, por lo general, un   aire más bien pesimista. El cientificismo clásico positivista pregonaba que   la ciencia eventualmente podría abordar y resolver todos los problemas. Desde   el 6 de agosto de 1945, fue evidente que la ciencia no sólo podía resolver   problemas: podía también crear nuevos problemas mucho más graves que los   anteriormente conocidos, como la destrucción atómica. Además, la filosofía de   la ciencia ha ido señalando los límites de la ciencia, que no son pocos ni   pequeños. Si, a pesar de todo, se sigue aceptando la doctrina cientificista,   llegamos a una posición que es típica del momento actual: se reconocen los   límites de la ciencia, se advierte de los peligros que acarrea su aplicación   incontrolada, pero, al mismo tiempo, se dice que es lo mejor de que   disponemos. A quien afirma que la creación del universo es un problema que   excede las posibilidades de la física y pertenece a la metafísica, se le   responde: ¿qué posibilidades tiene la metafísica de resolver un problema que   ni siquiera la física, con sus poderosos instrumentos conceptuales y   experimentales, puede resolver? Juan Pablo II afirma certeramente que, a pesar de las   críticas que se le han hecho desde la filosofía de la ciencia contemporánea,   el cientificismo está presente en nuestra cultura, muchas veces en forma de   un pragmatismo que niega validez a las instancias metacientíficas y está   dispuesto a utilizar los logros científicos sin barreras éticas de ningún   tipo. En el nº 91 de la encíclica, el Papa afirma que «es verdad que una   cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a   las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar   por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino». Hasta aquí he seguido las enseñanzas de Juan Pablo II   en la encíclica Fides et ratio. He señalado los puntos que, a mi   juicio, tienen mayor interés para abordar las relaciones entre ciencia y fe,   y los he comentado sin abandonar el estilo propio de la encíclica. Ahora   expondré algunas reflexiones más personales que pueden servir para ilustrar   lo considerado hasta ahora. El diálogo entre ciencia y fe tropieza en la   actualidad, como se acaba de señalar, con la resistencia de un cientificismo   que se obstina en una doctrina que podríamos resumir, parafraseando el adagio   eclesial, con estas palabras: «fuera de la ciencia no hay verdad». La   diferencia es que la Iglesia admite que Dios actúa directamente en cada alma   y conoce perfectamente sus disposiciones, de modo que, siempre a través de   los méritos de Cristo y por tanto a través de la Iglesia, es posible la   salvación de quien no pertenezca exteriormente, sin culpa suya, al cuerpo de   la Iglesia; en cambio, según el cientificismo, fuera de la ciencia todo es   poesía, en el sentido peyorativo de la expresión, e incluso la poesía misma   vendría a ser un epifenómeno de la biología. No tengo nada personal contra Edward O. Wilson, uno   de los pioneros de la sociobiología. Pero Wilson ha publicado recientemente   un libro que fue lanzado como best seller en los Estados Unidos y que   es un contraejemplo perfecto de las ideas que he expuesto hasta ahora. Por   eso voy a utilizar sus ideas para contrastar las mías. Wilson se doctoró en biología por la Universidad de   Harvard en 1955, y desde entonces siempre ha enseñado en esa Universidad. Ha   ganado dos veces el premio Pulitzer, por sus libros Sobre la naturaleza   humana (1978) y Las hormigas (1990). Su libro Sociobiología   (1975) fue un hito fundamental en el desarrollo de esa disciplina científica   que estudia la relación entre los genes y la conducta. Ha publicado otros   seis libros. Ha recibido diversos títulos honoríficos y es considerado como   una autoridad en el estudio de los insectos sociales (especialmente las   hormigas), la sociobiología y el medio ambiente (biodiversidad). En su nuevo libro, titulado Consilience. La unidad   del conocimiento6 ,   Wilson se propone construir un puente entre la ciencia y las humanidades (pp.   164 y 266), resolviendo de este modo el dilema espiritual de la humanidad   (pp. 48, 61, 224-225, 262 y 264). La obra se plantea una meta muy ambiciosa,   porque, en efecto, uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo es   la fragmentación del saber, y Wilson propone una solución. Pero su solución   es, en el fondo, un materialismo de tipo biológico. La unidad del   conocimiento, base para la solución de los grandes problemas humanos, se   alcanzaría, según Wilson, poniendo a la biología en el centro de todo y   resolviendo, de algún modo, todos los problemas en la biología. Se trata de   la tesis central de la sociobiología, y Wilson la está repitiendo desde 1975,   pero ahora la presenta actualizada y con nuevo ropaje. Su mensaje es que las   ciencias naturales son la clave para unificar todo lo demás: las ciencias   sociales, las artes, la ética y la religión deberían interpretarse en clave   biológica. A quien sea materialista, esa idea le puede parecer estupenda. A   quien no lo sea, le puede parecer profundamente equivocada.El título del libro, Consilience, es un   término poco usual en inglés. Wilson lo toma de William Whewell, quien lo   utilizó en su obra Filosofía de las ciencias inductivas, publicada en   1840, para indicar que la «coincidencia» o «confluencia» de resultados   obtenidos en diferentes ámbitos sirve para probar la verdad de una teoría. En el capítulo primero, titulado “El hechizo jónico”,   Wilson realiza una apología de la unidad del conocimiento tal como, según él,   la realizaron los jonios en la antigüedad griega y tal como él la experimentó   al estudiar en la Universidad. Según él mismo explica, fue educado en la   religión fundamentalista de los baptistas del sur de los Estados Unidos, pero   descubrió las contradicciones de esa religión y, sobre todo, descubrió la   evolución, de la cual nada decían los autores bíblicos. Dice que no se hizo   agnóstico ni ateo definitivamente, sino que simplemente dejó su iglesia; y   añade: “Tal es, así lo creo, el origen del hechizo jónico: preferir la   búsqueda de la realidad objetiva a la revelación es otra manera de satisfacer   el anhelo religioso. Es una empresa casi tan antigua como la civilización y   está entretejida con la religión tradicional, pero sigue un rumbo muy   distinto... Su lema fundamental, como Einstein sabía, es la unificación del   conocimiento. Cuando hayamos unificado lo suficiente determinado   conocimiento, comprenderemos quiénes somos y por qué estamos aquí” (p. 14).   Desde luego, si Wilson prefiere encontrar el sentido de su vida en la   evolución más que en la religión, es su problema; pero no se contenta con   esto: opone “la búsqueda de la realidad objetiva” y “la revelación”, dando a   entender que la búsqueda de la realidad objetiva es la ciencia, la realidad   objetiva es la evolución, y la revelación es un cuento chino. Eso sí, lo dice   con elegancia. Pero, ¿por qué lo dice?, ¿quién garantiza que eso es verdad?   La ciencia, no: ninguna ciencia lo dice, y esa idea tampoco es el resultado   de un análisis de los métodos científicos. Es, más bien, una extrapolación   injustificada y gratuita. Después de tratar, a lo largo de varios capítulos,   sobre las ideas científicas que servirían para unificar el conocimiento (el   capítulo 7 se titula “De los genes a la cultura”), Wilson dedica tres de los   cuatro últimos capítulos a examinar expresamente las ciencias sociales   (capítulo 9), las artes (capítulo 10), la ética y la religión (capítulo 11).   La conclusión, expuesta en el último capítulo, es clara: “He argumentado que   intrínsecamente existe sólo una clase de explicación... La idea central de la   concepción consiliente del mundo es que todos los fenómenos tangibles, desde   el nacimiento de las estrellas hasta el funcionamiento de las instituciones   sociales, se basan en procesos materiales que en último término son   reducibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la   física... La fuerza principal de la concepción consiliente del mundo es que   la cultura, y con ello las cualidades únicas de la especie humana, sólo   tendrán sentido completo cuando se conecten mediante explicaciones causales a   las ciencias naturales” (pp. 389-390). Wilson continúa una línea cientificista que merecería   ser olvidada de una vez por todas. Wilson se pregunta: “¿Podrían ser las   Sagradas Escrituras sólo el primer intento culto de explicar el universo y de   hacernos significantes en él? Quizá la ciencia es una continuación, sobre un   terreno nuevo y mejor probado, para conseguir el mismo objetivo. Si es así,   entonces en este sentido la ciencia es religión liberada y gran escritura”   (pp. 13-14). Pero la ciencia no es religión. Wilson pretende extraer de la   ciencia una especie de religión, o más bien de cosmovisión, que sirva para   explicar quiénes somos realmente y cuál es el sentido de nuestra vida. Pero   se trata de una nueva versión de las viejas ideas materialistas, que en cada   época se presentan adornadas del ropaje de los más recientes logros de la   ciencia. De algún modo, se está repitiendo el caso Galileo,   pero al revés. Las diferencias son, sin duda, notables. Afortunadamente, la   mayoría de los científicos no son cientificistas, y no se puede decir, porque   no es cierto, que la ciencia persiga institucionalmente a la religión. Pero   también es cierto que el cientificismo, guardando las formas, pretende   aniquilar la religión en nombre de la ciencia. La religión no siempre se   encuentra con la fuerza institucional (a veces, sí); más bien se encuentra con   una orquestación de aire científico que, en realidad, poco tiene que ver con   la ciencia: es una extrapolación ilegítima de algunas características de la   ciencia. Deseo manifestar mi sincero respeto por Edward O.   Wilson como persona y como científico, y, desde luego, prefiero la libertad   de expresión al autoritarismo. Me he referido a algunas de las ideas de   Wilson, contenidas en un libro difundido con enorme amplitud y que ha sido   criticado por otros autores de ideologías muy diferentes, porque expresan con   claridad la importancia de la búsqueda de la unidad del saber y de la   búsqueda de sentido en la actualidad, y porque son un ejemplo del papel que   puede desempeñar la ciencia natural en los intentos de solucionar esos   problemas. Con la alusión a Galileo pretendo llamar la atención sobre el   peligro actual de un cientificismo que explota en su favor el enorme   prestigio social de la ciencia cuando, en realidad, no puede recibir ningún   apoyo de la ciencia. El libro de Wilson es un ejemplo entre varios posibles   que, si bien no son muchos en cantidad, tienen un notable impacto en nuestra   sociedad. Voy a presentar ahora un intento personal de   relacionar la ciencia con la religión a través de un puente filosófico. Se   trata de un intento realizado con la plena conciencia de que, como se ha   dicho anteriormente, existen diversos puentes posibles y ninguno debería   pretender la posesión de un monopolio. Para establecer un puente entre ciencia y religión   necesitamos una filosofía que tenga carácter sapiencial, que sea capaz de   establecer un orden entre los diferentes conocimientos. En nuestro caso,   cuando se trata de superar el cientificismo y el materialismo, nos basta   apelar al carácter sapiencial de la filosofía de la naturaleza y de la   ciencia. La ciencia experimental es uno de los mayores logros   del ser humano, y sirve para conocer nuestras capacidades y, por tanto,   nuestro modo de ser. He desarrollado esta idea en la parte tercera de mi   libro La mente del universo 7 . En ese   libro intento mostrar que la ciencia experimental tiene unos supuestos que   son como condiciones necesarias de su existencia y de su progreso. Existen   supuestos de tres tipos: ontológicos (existe un orden natural real, que posee   una consistencia propia), epistemológicos (tenemos la capacidad de conocer,   de manera parcial pero verdadera, ese orden natural), y éticos (la búsqueda   de un conocimiento que nos permita el dominio controlado de la naturaleza es   un valor que merece ser cultivado). El libro consta de cuatro partes. La   primera está dedicada a analizar por qué hemos de admitir esos supuestos, qué   sentido tienen, y cómo coinciden y se diferencian de los supuestos que   admiten diversos autores. Las otras tres partes están dedicadas a analizar,   por ese orden, los supuestos ontológicos, epistemológicos y éticos. Intento   mostrar, además, que el progreso científico retroactúa sobre esos supuestos:   los retrojustifica, los amplía y eventualmente los precisa.En el caso de los supuestos epistemológicos, el   análisis de la actividad científica muestra que nuestra capacidad   cognoscitiva incluye la capacidad de autorreflexión, de argumentación, de   captar la verdad, de evidencia, de interpretación y valoración, de   creatividad. Estas capacidades nos sitúan en un nivel distinto del propio de   los demás seres naturales. Formamos parte de la naturaleza pero, al mismo   tiempo, la trascendemos. El progreso científico muestra que, de hecho,   conseguimos el objetivo cognoscitivo de la ciencia. Somos capaces de   representarnos los diversos aspectos de la naturaleza como objetos,   construyendo modelos ideales que los representan de modo que podemos operar   sobre esos modelos (formulando cálculos, por ejemplo). Somos capaces de   construir conceptos que van más allá de lo que nos manifiesta la experiencia,   de modo que podemos operar con ellos, adjudicarles valores mediante la   medición, y utilizarlos estableciendo acuerdos intersubjetivos que hacen   posible la objetividad característica de la ciencia experimental. Somos   capaces de construir teorías enormemente abstractas que, sin embargo, sirven   para representar la realidad y para conocer muchos aspectos inasequibles a la   experiencia ordinaria. Somos capaces de idear experimentos muy sofisticados   mediante los cuales sometemos a control experimental nuestras construcciones   teóricas. Las capacidades mencionadas exigen la utilización   constante de creatividad e interpretación. Es un tópico de la actual   filosofía de la ciencia hablar de la infradeterminación de las construcciones   teóricas, que no vienen dictadas por la pura experiencia o por los datos. La   ciencia experimental es una empresa en la que conseguimos un conocimiento   objetivo de las pautas espacio-temporales naturales, gracias a que ponemos en   juego toda una serie de capacidades que muestran claramente que, a la vez,   formamos parte de la naturaleza y estamos por encima de ella. La filosofía de la ciencia conduce a una valoración   del sujeto que hace la ciencia y tiene, por tanto, un carácter sapiencial.   Evidentemente, no es la sabiduría última, ni siquiera la más alta que se   puede conseguir con las fuerzas naturales. Pero desempeña un papel insustituible   cuando se trata de valorar los diferentes conocimientos proporcionados por   las ciencias. Respeta a las ciencias, a las que ni puede ni debe sustituir, y   ha de reconocer la legítima autonomía que lleva a las ciencias a progresar   utilizando sus cánones propios; pero es indispensable para analizar cuál es   la naturaleza de las ciencias, cuál es su valor, y cómo se integran en una   unidad armónica dentro del ámbito total de la vida humana. La filosofía de la   ciencia no es metafísica, pero participa de ella: permite evitar la   absolutización de la ciencia natural, o sea, el naturalismo cientificista,   mostrando que el estudio científico de la naturaleza es una de las pruebas   más claras de la trascendencia del ser humano con respecto a la naturaleza de   la cual forma parte. La reflexión sobre los supuestos epistemológicos de   la ciencia conduce al reconocimiento de la singularidad humana. No me   detendré en hacer explícitas todas las implicaciones de esa reflexión. En   cambio, aunque sólo sea de paso, mencionaré que una reflexión semejante se   puede realizar en los otros dos niveles mencionados, el ontológico y el   ético. En el nivel ontológico se puede mostrar que la cosmovisión científica   actual es muy congruente con la acción de un Dios personal creador que es inmanente   al mundo y que ha dotado a la naturaleza de una maravillosa capacidad de   autoorganización. En el nivel ético se puede argumentar que la actividad   científica sólo tiene sentido si se admite que la búsqueda de la verdad y el   servicio a la humanidad son valores que merecen ser cultivados, y que esos   valores son muy congruentes con la idea que representa al ser humano como   creado por Dios a su imagen y semejanza para colaborar con Él en su proyecto   creador. Para concluir, recogeré tres consideraciones que se   encuentran en la parte final de la encíclica Fides et ratio. En el nº 105, el Papa se dirige a quienes tienen   responsabilidad de formación en la Iglesia, y les exhorta a que «cuiden con   particular atención la preparación filosófica de los que habrán de anunciar   el Evangelio al hombre de hoy y, sobre todo, de quienes se dedicarán al   estudio y la enseñanza de la teología. Que se esfuercen en realizar su labor   a la luz de las prescripciones del Concilio Vaticano II y de las   disposiciones posteriores, las cuales presentan el inderogable y urgente   cometido, al que todos estamos llamados, de contribuir a una auténtica y   profunda comunicación de las verdades de la fe. Que no se olvide la grave   responsabilidad de una previa y adecuada preparación de los profesores   destinados a la enseñanza de la filosofía en los Seminarios y en las   Facultades eclesiásticas. Es necesario que esta enseñanza esté acompañada de   la conveniente preparación científica, que se ofrezca de manera sistemática   proponiendo el gran patrimonio de la tradición cristiana y que se realice con   el debido discernimiento ante las exigencias actuales de la Iglesia y del   mundo». Difícilmente se puede llevar a cabo un trabajo cristiano que esté a   la altura de las circunstancias actuales sin dedicar cierto esfuerzo al   conocimiento de las cuestiones relacionadas con las ciencias. Siguiendo en esta línea, en el nº 106 el Papa se   dirige «a los filósofos y a los profesores de filosofía, para que tengan la   valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente   válida, las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso   metafísica, del pensamiento filosófico. Que se dejen interpelar por las   exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar   su razonamiento y argumentación como respuesta a las mismas. Que se orienten   siempre hacia la verdad y estén atentos al bien que ella contiene. De este   modo podrán formular la ética auténtica que la humanidad necesita con   urgencia, particularmente en estos años. La Iglesia sigue con atención y   simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del respeto que   ella tiene por la justa autonomía de su ciencia. De modo particular, deseo   alentar a los creyentes que trabajan en el campo de la filosofía, a fin de   que iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de   una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe».   Son palabras que apenas necesitan comentario. Dado que me he situado en la   óptica de la ciencia y de la filosofía de la ciencia, me limitaré a señalar   que las recomendaciones del Papa se extienden, como es lógico, a ese ámbito,   que ocupa cada vez un lugar más importante en la filosofía actual. En el mismo nº 106, el Papa se dirige también a los   científicos, «que con sus investigaciones nos ofrecen un progresivo   conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica   de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras   atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado,   especialmente en este siglo, metas que siguen asombrándonos. Al expresar mi   admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de la investigación científica,   a los cuales la humanidad debe tanto de su desarrollo actual, siento el deber   de exhortarlos a continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el   horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están   acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación   característica e imprescindible de la persona humana. El científico es muy   consciente de que “la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una   realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a   algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los   interrogantes que abren el acceso al Misterio” 8  ». La   ciencia es, ante todo, búsqueda de la verdad. Su progreso es un triunfo del   programa realista que, de algún modo, tiene un carácter ético. Se puede   argumentar que la ciencia tiene unas bases éticas y conduce a la difusión de   unos valores que, de por sí, tienen carácter ético 9 . La   reflexión rigurosa sobre la ciencia es el mejor antídoto frente a los   reduccionismos materialistas y proporciona puentes muy valiosos para   comunicar, a través de reflexiones metacientíficas y metafísicas, el mundo de   la ciencia con el de la religión.(1) Se   encuentra una propuesta que admite la verdad científica y señala sus   modalidades en: M. Artigas, Filosofía de la ciencia experimental. La   objetividad y la verdad en las ciencias , 2ª ed., Eunsa, Pamplona 1992. (2) Cfr. W.   Pannenberg, “Theologie der Schöpfung und Naturwissenschaft”, en: N. H.   Gregersen, M. W. S. Parsons y C. Wassermann, eds., The Concept of Nature ,   part I, Labor et Fides, Ginebra 1997, p. 84. (3) Cfr. M.   Artigas, “Teleology as a Bridge between Nature and Transcendence”, ibid .,   pp. 46-51. (4) Éste es   uno de los temas centrales expuestos en: M. Artigas, La mente del universo ,   Eunsa, Pamplona 1999. (5) Juan   Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre   de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II , II, 2 (1979), pp.   1111-1112. (6) E. O.   Wilson, Consilience. La unidad del conocimiento , Galaxia Gutenberg,   Círculo de Lectores, Barcelona 1999. (7) M.   Artigas, La mente del universo , cit. (8) Juan   Pablo II, Discurso con ocasión del VI centenario de la Universidad   Jaguellónica, 8 de junio de 1997, 4: L’Osservatore Romano , ed. semanal   en lengua española, 27 de junio de 1997, pp. 10-11. |