viernes, 23 de marzo de 2012

Científicos descubren que la Tierra se formó por varios tipos de meteoritos

Publicado el 23 de Mar de 2012 4:19 pm |
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Foto: ABC / Archivo
(París, 23 de marzo. EFE) Un equipo francés de científicos ha descubierto que la formación de la Tierra, contrariamente a lo pensado hasta ahora, no se produjo por la colisión de un solo tipo de meteoritos, según informó hoy el Centro Nacional francés de Investigaciones Científicas (CNRS).
Ese grupo de expertos, procedente del CNRS y del Laboratorio de Geología de Lyon, partió del análisis de isótopos de silicio terrestre y de otros procedentes de diferentes condritas de enstatita, el tipo de meteorito más frecuente de los caídos en el planeta.
La suposición inicial de que la Tierra surgió a partir de un solo tipo de condritas había sido consecuencia de la “sorprendente similitud” entre la composición isotópica de las muestras terrestres analizadas y la de esas condritas.
Pero en su estudio vieron que si el núcleo terrestre procediese de la suma de un único tipo de condritas la temperatura de formación de ese núcleo sería de 1.500 grados Kelvin, muy inferior a los 3.000 grados que indican los modelos anteriores.
Este nuevo hallazgo, según el CNRS, no resuelve de manera completa la cuestión sobre el origen de la Tierra, pero abre una vía interesante de análisis.
La investigación, cuyos resultados se publican hoy también en la revista científica “Science”, revela igualmente que los isótopos de silicio medidos en rocas terrestres y lunares eran similares.
Esto sugiere, según sus conclusiones, que el material que creó la Luna formó parte del núcleo terrestre antes de que se crease ese satélite, lo que refuerza la teoría de que se formó por la colisión de un protoplaneta contra la Tierra.

Cosmology when living near the Great Attractor

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Title:
Cosmology when living near the Great Attractor
Authors:
Valkenburg, Wessel; Eggers Bjaelde, Ole
Publication:
eprint arXiv:1203.4567
Publication Date:
03/2012
Origin:
ARXIV
Keywords:
Astrophysics - Cosmology and Extragalactic Astrophysics
Comment:
8 pages, 6 figures, Submitted to MNRAS
Bibliographic Code:
2012arXiv1203.4567V

Abstract

If we live in the vicinity of the hypothesized Great Attractor, the age of the universe as inferred from the local expansion rate can be off by three per cent. We study the effect that living inside or near a massive overdensity has on cosmological parameters induced from observations of supernovae, the Hubble parameter and the Cosmic Microwave Background. We compare the results to those for an observer in a perfectly homogeneous LCDM universe. We find that for instance the inferred value for the global Hubble parameter changes by around three per cent if we happen to live inside a massive overdensity such as the hypothesized Great Attractor. Taking into account the effect of such structures on our perception of the universe makes cosmology perhaps less precise, but more accurate.
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jueves, 22 de marzo de 2012

Experimentos sobre el origen de la vida




1.      Introducción
6.      Conclusiones

Introducción

Si se acepta la concepción evolucionista general de la historia de la vida sobre la tierra, no es difícil creer que la vida debe haber surgido de manera natural1 por medio de evolución química. Si la vida se ramifico de modo natural a partir de organismos de una sola célula hasta la maravillosa complejidad de las formas de vida que tenemos en la actualidad, ¿por qué no pudieron los primeros paquetes mínimos de información genética (precisos para sustentar la vida) haber surgido de manera espontánea como resultado de las propiedades de la materia carbonase? Y desde luego, si uno tiene esta mentalidad, es muy difícil poder ver cómo el origen de la vida puede haber sido por otra vía que por la de evolución química.

Desde un punto de vista naturalista, uno considera su investigación como un esfuerzo para encontrar caminos químicos posibles par el surgimiento de la vida. El objetivo es limitar el conjunto de caminos posibles y producir al menos un bosquejo de la transición de la no-vida a la vida. Es de suponer que muchos procesos químicos que tuvieron lugar en la superficie del globo primigenio serán parcialmente duplicados en las simulaciones de laboratorio.

Si, sin embargo, uno abriga dudas acerca de la perspectiva evolutiva general del origen de la vida y mantiene abierta la posibilidad de que alguna otra explicación pudiera ser correcta, queda en libertad para enfocar el problema del origen de la vida desde un ángulo distinto. Una manera de enunciar las presuposiciones de esta persona sería ésta: La vida puede que haya surgido espontáneamente (de manera natural) en este planeta, o puede que no. Por causa de la necesidad metodológica (Kenyon y Setenan, 1969, pág. 31; Kenyon 1984a) uno podría suponer inicialmente que la vida surgió de manera natural. Podría entonces tratar de simular acontecimientos químicos y físicos que pudieran haber estado envueltos en un proceso así en la Tierra primitiva. Si aconteciera que algunos de los resultados de nuestros experimentos no son congruentes con la presuposición de un origen natural, entonces evaluaría de manera cuidadosa estos resultados a la luz de la posibilidad de que dieran apoyo a otra perspectiva general. Además, al interpretar los resultados de cualquier experimento de simulación en particular, uno debería tener cuidadosamente en mente los resultados de otros experimentos de este tipo, así como cualesquiera hechos relevantes químicos y físicos -- incluyendo cualquier evidencia geoquímica que tuviera que ver con las condiciones de la simulación. En otras palabras, uno entretendría de manera seria la posibilidad de que los resultados experimentales refutaran la misma suposición de evolución química. Desde luego, hay lugar para esta apertura: no podemos tener la misma certidumbre acerca de nuestras explicaciones para el origen de la vida que la que pudiéramos esperar en «ciencia operativa», como han argumentado persuasivamente Taxón et al. (1984, págs. 202-206).

Los experimentos de Miller

Algunos aspectos de la obra de Stanley Miller acerca del origen de la vida nos serán de ayuda para comparar las dos perspectivas generales anteriormente bosquejadas. Stanley Miller ha sido uno de los pioneros en estudios experimentales del origen de la vida. Él llevó los primeros experimentos sistemáticos de simulación hace más de 35 años (Miller, 1953). Desde entonces ha producido un cuerpo de investigación adicional (Miller, 1955, 1957; Ring et al., 1972; Ring y Miller, 1984) a lo largo de las líneas de su obra original: simulaciones de atmósfera primitiva empleando descarga eléctrica como fuente de energía. También ha escrito síntesis de la situación del campo de la «evolución química prebiótica» (Miller y Orgel, 1974; Miller, 1984). La obra de Miller ciertamente satisface el fructífero criterio de la buena investigación científica. Además, su método de «simular la totalidad» es quizá el enfoque más razonable para hacer estudios «de simulación».

 Si uno desea saber si pudo haber tenido lugar un origen evolutivo químico de la vida, no puede simplemente dar por supuesto que sí tuvo lugar, y luego argumentar que las condiciones sobre la Tierra prebiótica tuvieron que ser tales que permitieran que esto tuviera lugar.

En sus artículos, Miller es precavido, y tiende a apegarse a los verdaderos datos de laboratorio cuando evalúa los resultados de los experimentos de evolución química. No es persona dada a hacer pretensiones excesivas acerca de progreso en el logro de posibles caminos prebióticos, y yo aprecio en gran manera su actitud realista. Contrasta de una manera refrescante con las extravagantes conclusiones de otros experimentadores. Aunque Miller cree que se ha hecho un progreso razonable acerca de posibles caminos de síntesis de biomonómero prebióticos, y que se ha logrado un modesto progreso en al menos los inicios de síntesis de biopolímeros, reconoce que es poquísimo lo que se <> más allá de esto.

Hasta aquí todo está muy bien, pero hay más. Miller, como los otros evolucionistas químicos, comienza dando por supuesto que algún proceso naturalista dio origen al primer ser vivo. Luego, arguyendo en base de las propiedades de compuestos orgánicos y de los resultados de experimentos de simulación, hace varias inferencias acerca de las condiciones en la superficie de la tierra primitiva. Por ejemplo, los compuestos orgánicos se descomponen en presencia de O2; por ello, el O2tiene que haber estado prácticamente ausente de la atmósfera primitiva (Miller, 1984). Se mencionan otras razones para creer que la primitiva atmósfera de la tierra contenía muy poco O2, pero ninguna de ellas parece tan convincente como la acabada de citar.2

Si se acepta la posibilidad de que la vida se originara por medios no naturalistas, es apropiado razonar de manera diferente acerca de la cuestión del O2 en la atmósfera primitiva: la atmósfera primitiva puede haber o no haber contenido cantidades sustanciales de O2. Pero esta cuestión debe decidirse en base de evidencia independiente, no en base de los resultados de experimentos de simulación ni de las necesidades de la hipótesis de Haldane/Oparín (Kenyon, 1984b). Si uno desea saber si pudo haber tenido lugar un origen evolutivo químico de la vida, no puede simplemente dar por supuesto que sí tuvo lugar, y luego argumentar que las condiciones sobre la Tierra prebiótica tuvieron que ser tales que permitieran que esto tuviera lugar.

Al tratar de la temperatura de la Tierra primitiva, Miller (1984) dice lo siguiente:
La temperatura del océano primitivo no se conoce, pero se puede decir que la inestabilidad de varios compuestos y polímeros orgánicos constituye un argumento convincente de que la vida no pudo haber surgido en los océanos a no ser que la temperatura estuviera por debajo de los 25°C.
Una vez más se emplean aquí las necesidades de un origen evolutivo químico de la vida para limitar las condiciones primitivas de la superficie de la tierra. Pero, ¿no sería más razonable intentar sustentar un argumento acerca de la temperatura de los océanos primitivos con independencia de estas necesidades? Si no tenemos a mano la información necesaria para dar respuesta a esta pregunta, deberíamos suspender nuestro juicio.

Miller se muestra precavido acerca del tema de la composición de la atmósfera primitiva, pero se hace evidente la misma clase de razonamiento:
Alguna de la química orgánica [esto es, de los experimentos de simulación] hace predicciones explícitas acerca de los constituyentes de la atmósfera. Tales consideraciones no pueden demostrar que la tierra tuvo una determinada atmósfera primitiva, pero los condicionantes de la síntesis prebiótica debería ser una consideración principal. (Miller, 1984, énfasis añadido).

Aquí Miller se refiere al hecho experimental de que cuanto más reductora sea la atmósfera simulada (p.e., CH4, NH3, H2O frente a CO2, N2, H2O) tanto mayor la producción de compuestos orgánicos como los aminoácidos, los constituyentes básicos de las proteínas. Se considera que los resultados de los experimentos de simulación aportan un poderoso apoyo a la postura de que la atmósfera primitiva de la Tierra era reductora. Pero, una vez más, tal razonamiento es persuasivo sólo si uno da por supuesto que tiene que haberse dado una evolución química.

Aparato empleado en los experimentos de Miller de descargas eléctricas para conseguir aminoácidos.
Abundan ejemplos de este tipo de razonamiento, pero será suficiente con dos más (Miller, 1984). Por cuanto los estudios de laboratorio indican que es necesario un cierto nivel de NH4+ (alrededor de 0,01 M, que se corresponde con una presión parcial atmosférica de NH3 de alrededor de 4 x 10E6 atm a 25° C) para una síntesis eficaz de aminoácidos, se supone que al menos esta cantidad de NH4+ tuvo que haber estado presente en los océanos primitivos.

En otros experimentos se mostró que los rebosados de piramiditas (componentes del ARN) no se forman en mezclas calentadas de ribosa y piramiditas (mientras que las mezclas calentadas de ribosa y de purinas sí que dan rebosados de purinas). Miller ve dos optativas aquí:

1)     Quizá no se probaron las condiciones adecuadas, o,
2)     no hubo rebosados de piramiditas en los primeros organismos. La optativa 1 es posible, naturalmente, pero la optativa 2 exhibe la misma falacia argumental que nuestros primeros ejemplos.

¿Cómo pueden unos resultados negativos sugerir que un compuesto determinado no fue necesario para el origen de la vida? Una conclusión así sólo tiene sentido en base de la previa suposición de que la evolución química ha tenido que ocurrir, y que la «simulación» en cuestión duplica de una manera razonable los acontecimientos prebióticos en la Tierra primitiva.

Vale la pena enfatizar que la mayoría de los que están actualmente llevando a cabo experimentos acerca del origen de la vida, si no todos, no sólo dan por supuesto que tuvo lugar un proceso evolutivo, sino que además consideran que están indagando los detalles de este pretendido proceso en lugar de estar generando un cuerpo de datos de laboratorio que, cuando sea añadido al conocimiento químico y físico ya existente, podría ayudar a decidir si la evolución química tuvo lugar o no tuvo lugar.

Los experimentos de Fox

Sídney Fox es otro experimentador que ha generado un cuerpo impresionante de investigación experimental sobre el origen de la vida (Fox, 1956, 1964, 1974, 1978, 1981; Fox y Doses, 1977; Fox y Arada, 1960; Fox y Ancashina, 1980; Fox y uyama, 1964). Su perspectiva básica parece ser algo como lo que sigue: El origen de la vida fue indudablemente por medios naturalistas. Los caminos más probables son los que se presentan en la teoría de origen por platinoides, y hay un extenso sustento experimental para este punto de vista. La teoría abarca todo la gama de los eventos prebióticos, desde los gases primitivos hasta microsistemas orgánicos. El enfoque de Fox ha sido enormemente fructífero en la generación de experimentos, y prosigue la investigación a lo largo de estas líneas en muchos laboratorios por todo el mundo (Matsuno et al., eds., 1984).

El enfoque de Fox es muy diferente al de Miller. Miller acentúa la <>. Esto es, él recrea lo que se supone fue la atmósfera primitiva, y la provee con posibles fuentes prebióticas de energía. No hay interferencia del investigador hasta que se analizan los productos del experimento. La marcha química de estos experimentos es bastante compleja, y aunque se producen muchos compuestos biológicos y no biológicos, de bajo peso molecular, la tendencia dominante de los procesos químicos es hacia la producción de material macromolecular no biológico (Folsome, 1979; Folsome et at., 1975; Kenyon, 1984b). Además, no se encuentran en estos experimentos ni proteínas ni ácidos nucleídos, y los aminoácidos son todos racémicos de una manera precisa, condición ésta que difiere marcadamente de la presencia exclusiva de L-aminoácidos en las proteínas de los organismos vivientes.
Aparato empleado para la síntesis termal de aminoácidos a partir de gases simples.

Fox, en cambio, destaca el papel prebiótico de una clase de biomonómero, esto es, de los aminoácidos. En los experimentos de formación de platinoides emplea él sólo aminoácidos (por lo general la forma L) como reactivos iniciales. Una simplificación tan artificial del sistema reactivo cae de inmediato bajo sospechas. ¿Por qué no habría habido presentes también muchos otros tipos de compuestos junto con los aminoácidos? Algunos de estos, especialmente aldehídos y azúcares, habrían desde luego reaccionado en reacción cruzada con aminoácidos (vía la reacción de Maillard, Ellis, 1959) para formar material macromolecular insoluble no biológico en lugar de platinoides (Kenyon, 1984a). ¿Por qué, entonces, no se hacen experimentos en los que se añadan aldehídos y/o azúcares a los aminoácidos? ¿Quizá porque con toda certeza se generaría material no biológico intratable, y se desalentaría la futura experimentación? Evidentemente, Fox da por supuesto que las intensas reacciones cruzadas de interferencia, como las que aparecen en los experimentos de Miller, no fueron importantes en la evolución química prebiótica, a pesar de que se sabe que la reacción de Maillard tiene lugar en un margen muy amplio de condiciones de reacción (Ellis, 1959; Nissenbaum et al., 1975).

La anterior discusión de los problemas en enfoques empíricos actuales acerca del origen de la vida, naturalmente, deja de ser completa. Para análisis más extensos de fallos en la investigación sobre evolución química, se remite al lector a Kenyon (1984a, 1984b) y a Taxón et al. (1984).

La atmósfera primitiva puede haber o no haber contenido cantidades sustanciales de O2. Pero esta cuestión debe decidirse en base de evidencia independiente, no en base de los resultados de experimentos de simulación ni de las necesidades de la hipótesis de Haldane/Oparín.

El origen de la información genética y del sistema de síntesis de proteínas

Desde mi punto de vista, el mayor reto a cualquier teoría naturalista de biogénesis es el problema del origen de la información genética. Este problema, enunciado con brevedad, es como sigue: ¿Cómo unas secuencias específicas de bases conteniendo una información biológicamente relevante se acumularon de manera espontánea (naturalísimamente) en poli nucleótidos sobre la Tierra prebiótica? Estas secuencias tienen que haber llegado a abarcar todas las necesidades de la célula mínima, y, por tanto, todas tienen que haberse juntado dentro del mismo pequeñísimo volumen.

El problema conceptual es abrumador. Para que la información biológica funcione en el estado de vida, tiene que ser traducida a las secuencias de aminoácidos de al menos varios cientos y posiblemente varios miles de diferentes enzimas y otras proteínas. La maquinaria molecular para la duplicación, transcripción y traducción de la información genética (y al menos se precisa de 70 proteínas específicas sólo para estas funciones) tiene que estar ya toda en funcionamiento para que el sistema efectúe su ciclo completo de funciones la primera vez. Considerando la cantidad total de secuencias posibles de las bases en un polidesoxiribonucleótido lo suficientemente largo para codificar todos los enzimas y otras proteínas necesarias para el estado de vida (Ambrose, 1982, pág. 135), la probabilidad de formar incluso una pequeña fracción de la información necesaria por procesos naturalistas --incluso a lo largo de períodos miles de veces más largos que toda la duración que se supone al cosmos-- es virtualmente nula (Edén, 1967; Hoyle y Wickramasinghe, 1981, págs. 23-33). Las minúsculas indicaciones experimentales de ordenación en secuencias no aleatorias ya sea en poli nucleótidos, ya en polipéptidos (Fox, 1978) en estudios de <> son totalmente inadecuados para afrontar este problema (cf. Jockey, 1977, 1981). El problema no es sencillamente la demostración de alguna ordenación no aleatoria, sino la de demostrar una ordenación biológicamente relevante.

Luego, naturalmente, existen los problemas previos de la acumulación espontánea de elementos constitutivos de los ácidos nucleídos (nucleótidos), y la incorporación de sólo los nucleótidos naturales en moléculas primitivas de ácidos nucleídos. Shapiro (1984) ha presentado un convincente argumento de que tales acontecimientos habrían sido enormemente improbables en la Tierra prebiótica.

Algunos científicos mantienen que ya se ha logrado un significativo progreso experimental acerca del problema del origen de la información genética. Yo clasificaría a Fox entre los que pertenecen a este grupo. Su creencia es que una mayor investigación acerca del modelo del platinoides dará finalmente la respuesta: Puede que se precise de tiempo, pero ya tenemos claves experimentales indicando el camino (Fox, 1981). Los platinoides mismos fueron los primeros portadores significativos de información biológica.

Otros investigadores han destacado la enorme dificultad del problema, respondiendo con una variedad de propuestas y posiciones diferentes.

Kuppers (1983, pág. 279) declara que <>. Tanto Kuppers (1983) como Eigen (1971; Eigen et al., 1981) han respondido a este reto desarrollando unas (similares) complicadas teorías acerca del origen naturalista de la información genética basadas en el concepto del hipérico. Se conciben los primitivos hipéricos como agrupaciones acopladas de moléculas de ARN auto-suplicantes y polipéptidos catalizadores asociados. Se afirma que estos sistemas químicos, al principio relativamente sencillo, tienen la propiedad de evolucionar espontáneamente hacia sistemas moleculares genéticos integrados, esto es, las primeras células vivas.

Por atractivas que puedan ser estas ideas de Eigen y Kuppers, el sustento experimental de las mismas es desde luego bien parco. Además, esta línea de pensamiento parece adolecer de un fallo fatal en cuanto a que no puede explicar el origen del ARN y de las proteínas catalíticas que necesita para el surgimiento de los hipéricos. Eigen y Kuppers dan por supuesto que los experimentos de evolución química han mostrado cómo tales moléculas pudieron haber surgido en la Tierra primitiva, pero la verdad es que no existe ninguna evidencia que sustente tal tesis. Toda la información química de que disponemos arguye intensamente en contra de una aparición prebiótica espontánea de ácidos nucleídos (Shapiro, 1984). Admiro los esfuerzos que estos experimentadores han hecho y que creen que deben continuar, pero dudo de que sus presentes perspectivas tengan mucho que ver con el verdadero origen de la vida.

Cairns-Smith (1982) también reconoce claramente la seriedad del problema. El actual sistema genético molecular no se pudo desarrollar espontáneamente en la Tierra primitiva. ¿Brotó entonces la primera vida de manera naturalista? Sí, pero los primeros organismos eran sistemas inorgánicos basados en minerales de arcilla. Posteriormente, el sistema carbonícelo ocupó el campo. Ésta es una idea novedosa, y merece más estudio por parte tanto de creacionistas como de evolucionistas químicos. Hay posibilidades aquí para experimentos significativos.

Monod (1972) argumentaba a lo largo de las siguientes líneas básicas. El origen naturalista del primer sistema genético era sumamente improbable. Pero estamos aquí y el origen de la vida tiene que haber sido un acontecimiento o proceso naturalista. ¿Qué otra cosa pudo ser? Por ello, el origen de la vida fue de hecho un acontecimiento (o conjunto de acontecimientos) muy raro, de baja probabilidad. Monod pudiera estar en lo cierto, pero no tenemos la posibilidad de demostrar la corrección de su postura, porque estamos tratando aquí con lo que viene a ser un <>. Naturalmente, la conclusión del creacionista de que la primera información genética provino de un origen sobrenatural tampoco está sujeta a una verificación experimental directa.

Moviéndonos a lo largo de nuestra gama de posturas acerca del problema del origen de la información genética llegamos a Hubert Hockey, aunque podría ser situado algo más adelante. Jockey parece considerar totalmente inadecuados todos los escenarios naturalistas propuestos hasta ahora para poder dar cuenta de ninguna cantidad significativa de información genética o de información biológica almacenada en polipéptidos (Jockey, 1981). Como mucho, ve un cierto potencial para producir una pequeña proteína aislada. Sus cálculos probabilísticos tienen en cuenta el hecho de que hay 39 isómeros ópticos de los 20 aminoácidos constituyentes de las proteínas, punto éste no destacado por otros autores (Hockey, 1977).

Crick reconoce el problema de un origen naturalista de la vida en la Tierra primitiva, pero no lo descarta. Sugiere él la posibilidad alternativa de que la primera vida (microbiana) en la Tierra puede haber llegado de otras partes en el cosmos, quizá transportada en una nave espacial no tripulada (Crick, 1981, págs. 141-153). Esta solución, llamada «panspermia dirigida», nos deja con el enojoso problema de cómo surgió la vida en el planeta desde el que fueron enviados los microbios. Quizá fue por panspermia dirigida, y así ad infinitum.

Hoyle y Wickramasinghe, en una notable serie de libros, han desarrollado la postura de que la vida no pudo surgir espontáneamente (esto es, al azar) en ningún lugar del cosmos. Alguna clase de inteligencia tiene que haber conducido el proceso. Pero no queda claro del todo cómo debemos concebir esta inteligencia. En el libro El Universo Inteligente (1983, pág. 136) Hoyle dice: «La inteligencia responsable de la creación de la vida basada en el carbón en la teoría cósmica queda firmemente dentro del Universo y es subordinada a él». Él distingue de manera clara esta inteligencia inmanente del concepto de un Dios sobrenatural creador fuera del espacio y del tiempo.


Aparato empleado para la síntesis de aminoácidos mediante rayos ultravioleta de lámpara de mercurio

 Mi propia postura acerca de este tema se puede bosquejar de la siguiente manera: No creo que el sistema de codificación genética y de síntesis de proteínas pudo haberse desarrollado de manera naturalista a partir de configuraciones materiales más simples. Cuanto más aprendemos acerca de los detalles moleculares del sistema, tanto más fuerte se hace esta posición. Cuando se toman en cuenta todas las líneas pertinentes de evidencia y se afrontan de manera franca todos los problemas, creo que debemos llegar a la conclusión de que la vida debe su origen a una fuente externa a la naturaleza (Kenyon, 1984b). Algunas de las principales líneas de evidencia y de razonamiento que sustentan esta postura son como siguen:

(1)   La virtual imposibilidad de un origen espontáneo de la información genética, incluso en 10 o 20 mil millones de años.
(2)   El hecho de que la tendencia dominante en las «simulaciones del total» es hacia la producción de materiales macromoleculares no biológicos intratables (Folsome, 1979; Folsome et al., 1975; Kenyon, 1984b). En estos experimentos no se encuentran biopolímeros. Predominan las reacciones cruzadas interferid oras en las simulaciones más «realistas»
(3)   Los experimentos de simulación producen rutinariamente mezclas racémicos de compuestos orgánicos (Dickerson, 1978; Folsome, 1979). Todos los intentos experimentales de encontrar una base naturalista plausible par la acumulación preferencial primigenia de L-aminoácidos han fracasado (Bonner, 1972; Bonner et al., 1980).
(4)   (La evidencia geoquímica es congruente con la conclusión de que hubo cantidades significativas de O2 en la primitiva atmósfera de la tierra (Clemmey y Badham, 1982; Dimroth y Kimberley, 1976). Este O2 habría eliminado cualquier pretendida evolución química en sus más primitivos estadios.

Finalmente, llegamos a A.E. Wilde-Smith, que desde luego reconoce el problema del origen de la información genética (Wilde-Smith, 1970). Él observa que los experimentos de <> ideados para hallar posibles caminos prebióticos de síntesis de componentes del sistema genético molecular son a menudo sumamente complejos y que se apartan significativamente de las condiciones prebióticas <>. Por ejemplo, las mezclas reactivas iniciales son artificialmente simplificadas para asegurar la formación de productos de interés. No estamos viendo en ello lo que pueda hacer una materia carbonícela relativamente carente de ayudas con un aporte de energía. Más bien estamos manipulando de manera deliberada las condiciones experimentales para poder tener un control significativo sobre el resultado (cf. Taxón et al., 1984, págs. 104-110).

También es evidente un control inapropiado en los experimentos de platinoides de Fox, que comienzan con mezclas reactivas simplificadas artificialmente: esto es: sólo con aminoácidos. Se podría decir que cuanto más interferimos de esta forma aplicando «tecnología» química, tanto más nuestras actividades (aunque muy remotamente) se asemejan a las de alguna agencia sobrenatural que trajo a la existencia la primera vida. Los reactivos químicos dejados a sí mismos (esto es, en ausencia de una información genética preexistente) no llegan a la vida. Se precisa de una manipulación externa conductora.3 Es a esto a lo que señala toda nuestra evidencia experimental, y es desde luego la conclusión del mejor razonamiento teórico. Mantener la creencia en una biogénesis naturalista, sabiendo lo que sabemos acerca de las propiedades de la materia y de la energía, equivale « ...simplemente a arrojar la toalla científica» (Wilde-Smith, 1981, pág. 146).

Conclusiones

Es difícil comprender por qué unos científicos están dispuestos a admitir el pensamiento de que una inteligencia de alguna clase (dentro o fuera del universo) estuvo involucrada en la aparición de la primera vida, mientras que otros aparentemente no lo están, y aquí no voy a proponer una explicación de ello. Pero lo que queda ilustrado con la gama de puntos de vista descritos en la anterior sección es que hay un margen de posiciones intermedias que cubren la distancia intelectual entre investigadores como Fox o Miller, por una parte, y otros como Hoyle, Kenyon o Wilde-Smith por la otra. Por ello, no es necesario salir del mundo racional para dirigirse en dirección de una comprensión científica francamente «teísta» del origen de la vida, a no ser, naturalmente, que uno considere cualquier desviación del «optimismo naturalista» como irracional y anti-intelectual.

La conclusión de que la vida demanda una creación sobrenatural (o al menos una inteligencia creadora dentro del universo) les parecerá prematura a muchos, incluso si se conceden algunos méritos a las principales críticas y argumentaciones positivas creacionistas. Y seguirá habiendo los que querrán proseguir con sus actuales enfoques, sin importar lo que muestren los resultados. Siempre podrán decir: «Todavía no hemos encontrado las condiciones experimentales correctas». O, «Sólo hemos estado haciendo experimentos específicamente relacionados con el problema del origen de la vida durante 30 años. Dadnos tiempo. A fin de cuentas, se trata de un problema muy difícil. Al final encontraremos una descripción evolucionista química plausible». O, «Es muy poco lo que se conoce actualmente del sistema genético molecular».

Consideremos lo que podría suceder a las tendencias en la investigación del origen de la vida si de repente todos los miembros del ISSOL (International Society for Study of the Origin of Life - Sociedad Internacional para el Estudio del Origen de la Vida) decidieran considerar seriamente la posibilidad de que la vida hubiera sido creada por un agente inteligente. Supongamos también (para combinar lo ridículo con lo absurdo) que decidieran probar y asumir una actitud mental en la que verdaderamente no estuvieran entregados ni a la postura evolucionista ni a la creacionista. Por extraña que pueda parecer esta sugerencia, me parece que constituye exactamente el tipo de nuevo principio que necesitamos para el problema del origen de la vida en la actualidad.

Como mínimo, una reorientación de pensamiento de este tipo generaría probablemente unas nuevas discusiones de carácter notable. Por ejemplo, podrían aparecer listas como ésta en las pizarras de los laboratorios:

(1)   No hay demostración de transición de lo inanimado a materia viviente en ausencia de sustancias preexistentes portadoras de información genética.
(2)   No hay demostración en laboratorio de estados precursores realistas.
(3)   No hay ninguna descripción teórica convincente de posibles estados precursores.
(4)   No hay registro fósil de estados precursores, incluyendo la inexistencia de evidencia geoquímica de un «caldo orgánico prebiótico» (Corliss et al., 1981; Nissenbaum et al., 1975; Taxón et al., 1984, pág. 57).
(5)   No hay neo biogénesis (origen de la vida hoy día).
(6)   No hay evidencia de vida extraterrestre ni de estados materiales precursores encontrados en la exploración espacial hasta el día de hoy.

En base de una lista así, se podría pasar a considerar cuestiones como las siguientes: ¿Es posible mostrar experimentalmente que la materia y la energía no pueden organizarse por sí mismas en un sistema vivo, si no hay materia viva ya presente? El fracaso en demostrar la transición no constituye prueba suficiente, desde luego, para excluir la posibilidad. ¿Existen criterios formales útiles que nos puedan servir de ayuda para determinar si algún sistema natural recibió su diseño impuesto desde fuera, o si el orden se generó de manera natural y espontánea? ¿Es el sistema genético molecular en realidad a este respecto como un sistema complejo manufacturado, como afirman los creacionistas? (para un tratamiento preliminar de esta cuestión, véase Parker, 1980, págs. 2-15). Si es así, ¿cuáles son las implicaciones de tal conclusión para la planificación de experimentos acerca del origen de los sistemas de codificación genética y de síntesis de proteínas?

La discusión a lo largo de estas líneas llevaría naturalmente a las siguientes cuestiones de mayor entidad: ¿Qué sucedería a la investigación sobre el origen de la vida en el laboratorio en que uno trabaja, si se llega a aceptar la tesis creacionista de los orígenes biológicos (Kenyon 1984b)? ¿Cesaría del todo? ¿No quedaría uno entonces limitado, por lo que respecta a las tareas experimentales, a problemas de ciencia operativa (Taxón et al., 1984, págs. 8, 204)? Si todos aceptáramos este punto de vista, ¿qué sucedería con nuestras publicaciones y nuestras carreras?

Quizá sería más prudente comenzar con una reorientación más limitada del pensamiento. Quizá algunos equipos de investigación podrían tener a un científico creacionista, o al menos a alguien abierto a la posibilidad de una explicación no naturalista de los orígenes, que tuviera parte en la planificación de los experimentos. Se podría dar la sugerencia de modificar algunos de los experimentos de Fox añadiendo, por ejemplo, aldehídos y azúcares. O podrían repetirse los experimentos de Miller con cantidades significativas de O2 presentes en el aparato, con la precaución de que no haya H2 en la mezcla inicial de gases, para impedir una explosión.4 De esta manera, el trabajo experimental podría continuar muchos años. Concedo que si uno ya ha llegado a la conclusión de que la vida debe haber sido creada de manera sobrenatural, no va a demostrar mucho entusiasmo en la prosecución de mucho más trabajo experimental acerca del tema. Pero si uno adopta una actitud más agnóstica, entonces podría interesarse en llevar a cabo experimentos adicionales.

Más tarde o más temprano surgiría la cuestión de quién o qué creó la vida. ¿Está la inteligencia creadora totalmente dentro del cosmos, o es ella (Él) el mismo que el Dios trascendente de la Biblia? Y luego tenemos la cuestión de cómo aquella agencia inteligente creó la vida (o incluso el mismo cosmos). Pero desde luego los detalles de cómo una inteligencia sobrenatural creó la realmente la vida no son susceptibles de indagación por medio del método científico, y esto es anatema para muchos científicos. Comentando acerca de la evidencia de un propósito inteligente inmanente en el universo, y la desgana de muchos científicos a aceptar tal perspectiva, Hoyle (1983, pág. 9) escribía:

Esto es precisamente lo que los científicos ortodoxos no están dispuestos a admitir. Porque podría resultar que hubiera --a falta de una palabra mejor-- connotaciones religiosas, y porque los científicos ortodoxos están más interesados en impedir un regreso a los excesos religiosos del pasado que en buscar la verdad, la perspectiva nihilista descrita previamente ha dominado el pensamiento científico a lo largo del siglo pasado.

 Los científicos ortodoxos están más interesados en impedir un regreso a los excesos religiosos del pasado que en buscar la verdad.

 Quizá tendremos que afrontar a su debido tiempo la intensa posibilidad de que el problema del origen de la vida revela una limitación del mismo método científico. Si el método científico no puede resolver todos los problemas (y, ¿quién mantiene que puede resolverlos todos?), ¿por qué entonces no podría ser que la gran cuestión de los detalles físicos del origen de la vida sea uno de estos problemas que está más allá del alcance de nuestra metodología? Y en realidad, ¿cómo podemos eliminar esta posibilidad, dada la actual situación en los estudios acerca del origen de la vida? Antes que reconocer este tipo de limitaciones, muchos preferirían seguir esforzándose, tejiendo una creciente red de improbabilidades relacionadas, de énfasis mal situados, y de extrapolaciones injustificadas, sólo para crear la ilusión de que no hay problemas ahí. Pero bien al contrario hay muchas dificultades en esta área de investigación, y ya es hora que las afrontemos, tal como lo han hecho Taxón y sus colegas de manera valerosa. Pero las posibles consecuencias no son insignificantes, y creo que esto tiene que ser reconocido a cierto nivel por parte de los que ahora están llevando a cabo investigaciones acerca del origen de la vida.


Autor:
Kevin Merari Medina Camacho

miércoles, 21 de marzo de 2012

A Neuroscientist's Quest to......

  Reverse Engineer the Human Brain

M.I.T. scientist Sebastian Seung describes the audacious plan to find the connectome--a map of every single neuron in the brain. Here, he says, is the secret of human identity
MIT, Sebastian Seung, brain, neuroscience, engineer brain Sebastian Seung Image:

What makes us who we are? Where is our personal history recorded, or our hopes? What explains autism or schiziphrenia or remarkable genius? Sebastian Seung argues that it’s all in the connections our neurons make. In his new book, Connectome , he argues that technology has now reached a point where it is conceivable to start mapping at least portions of the connectome. It’s a daunting task, he says, but without it, neuroscience will be stuck. He answered questions from Mind Matters editor Gareth Cook.
 
Cook: You argue in your book that neuroscience has a fundamental problem. What is the problem?
 
Seung: Most people are familiar with the regional approach to neuroscience:  divide the brain into regions such as the "left brain" and "frontal lobe," and figure out what each region does.  This approach has helped physicians interpret the symptoms of brain injuries, but at the same time has frustrating limitations.  How do regions carry out their functions? Why do they malfunction in mental disorders? What happens to regions when we learn? We can never obtain satisfying answers to these questions if we consider regions as the elementary, indivisible units of the brain.
An obvious solution is to understand a region by subdividing it into neurons, and figure out how the neurons work together to perform the region's function.  This neuronal approach has the potential to answer the big questions above, but so far has not succeeded.  In fact, those who study regions sometimes criticize those who study neurons as too focused on minutiae.
 
Cook: What made you think that there is another way?
 
Seung: The neuronal approach is finally gathering steam because of technological innovations, especially in genetics and imaging.  The nervous systems of animals can now be genetically engineered, allowing researchers to carry out much more precise and conclusive experiments. And there are powerful new methods of looking into the brain to see how neurons signal each other and how they are connected into networks.  These developments make neuroscientists optimistic that we are finally going to understand the brain as a network of neurons.
 
Cook: What do you mean by the connectome?
 
Seung: A connectome is a map of a neural network. It is like one of those route maps you find in the back of airline magazines. Just replace each city with a neuron, and each route between cities by a connection between neurons. Keep in mind, though, that your brain contains about 100 billion neurons, so your connectome would never fit in the pages of a magazine.
 
Cook: Are there particular diseases which this research might help understand?
 
Seung: In brain diseases like Alzheimer's and Parkinson's, neurons degenerate and die.  Autopsy reveals that something is visibly wrong with the brain. Yet for many mental disorders, such as autism and schizophrenia, a clear and consistent pathology of the brain has not been found. Why? Researchers have conjectured that the individual neurons are healthy, but they are connected with each other in an abnormal pattern.  Unfortunately, such "miswirings" or "connectopathies" have remained merely hypothetical, because our technologies for mapping neural connections have been too primitive.  Imagine what it was like to study infectious diseases before the microscope was invented. You could observe symptoms, but not the microbes that caused disease. Similarly, most mental disorders are still defined only by their symptoms. We need to uncover their causes in the brain, and the new field of connectomics will be important for that.
 
Cook: You have an interesting discussion of personal identity. Can you explain how this relates to the connectome?
 
Seung: I mentioned the hypothesis that certain mental disorders are due to abnormal neural connectivity. We could extend this idea to explain normal mental variation too.  Perhaps minds differ because connectomes differ. You have probably heard people say things like, "Johnny's just that way. His brain is wired differently."  I say it another way: "You are your connectome."  We are the product of our genetic inheritance and our lifetime experiences.  Genes have influenced your connectome in many ways--for example, by guiding how your neurons wired together during the development of your brain.  Experiences have also modified your connectome, because connections are altered by the neural activity patterns that accompany experiences. To put it another way, your connectome is where nature meets nurture.
 
Cook: Mapping the connectome seems like an almost impossibly difficult challenge. Critics say that you will may never succeed, or that if you do it will take decades, and we can't put neuroscience on hold for that long.
 
Seung: Indeed, mapping an entire human connectome is one of the greatest technological challenges of all time. Just imaging all of a human brain with electron microscopes would be difficult enough.  This would yield about one zettabyte of data, which roughly equals the world's current volume of digital content.  Then analyzing the images to extract the connectome would be even more demanding. Yet I believe that we will eventually prevail. Success will not come with a sudden bang but rather through sustained growth over time. I imagine that the speed of mapping connectomes will double every year or two. If so, then it will become possible to map an entire human connectome within a few decades.  There are similar success stories for other technologies.  Computers have improved at this rate for the past half century.  DNA sequencing has advanced similarly for the past forty years, and accelerated even further over the past decade.
That being said, such speculation about the far future is just for fun, and is actually beside the point. Even if we never succeed in mapping an entire human connectome, we will learn a tremendous amount by mapping connections in small chunks of human or animal brains.  This trend has already begun. Exciting developments in connectomics are happening right now; we don't have to sit around waiting for the future.
 
Cook:  Is there any way the research can be accelerated?
 
Seung: We invite the public to visit a web site called EyeWire, where you can help map the connectome of the retina, the sheet of neural tissue at the back of the eye.  You don't need specialized training to participate, because EyeWire is like a virtual coloring book with pages that are images of the retina.  (The images were taken with an electron microscope in the laboratory of our German collaborator, Winfried Denk.) Your task is to color in neurons, and you already know how to do this: just stay inside the boundaries. In this way, you will trace the "wires" of the retina, the branches of its neurons.  This is the most laborious task required for mapping a connectome. (Another important task is identifying synapses, the tiny junctions at which neurons communicate with each other.)
EyeWire's coloring book is so vast that no single person could live long enough to manually color the neurons.  We have sped up the process in two ways. First, artificial intelligence (AI) does most of the coloring automatically. You just have to guide the AI by a few mouse clicks here and there. Second, the coloring game is fun or even addictive to some people. Perhaps it's because the organic forms of neurons are mesmerizing.  Or maybe it's because the game is challenging; at some image locations it can be difficult to decide whether there is a boundary between two neurons, i.e., whether to continue coloring or to stop. EyeWire users tend to improve with practice at such decisions, because they gradually learn from experience how neurons are shaped.
We are working to make EyeWire even more fun, in the hope of recruiting a large community of "citizen scientists." If each member of the community plays the coloring game a little, we can collectively map the retinal connectome.  Community input to the site will also make the AI smarter, because the computer learns to emulate human judgments. This will accelerate the coloring process still further, until we will be ready to search for connectopathies. Philosophers love to ponder the question of whether the brain is complex enough to understand itself. Perhaps not, but maybe our billions of brains interacting with AI will be up to the task!
 
Cook: What made you think to turn to citizen science? Is it just a form of outreach, or do you really think it will end up having a significant impact on neuroscience?
 
Seung: We were impressed by the success of Galaxy Zoo in astronomy and FoldIt in molecular biology.  Already a few years ago, we were thinking of creating EyeWire, but the required technologies were not yet available or widespread.  When delivering 3D images to users, EyeWire works nicely with a 10 Mbps internet connection, a speed that has become common in households only recently. And EyeWire's interactive 3D graphics, rare for a web application, was implemented using WebGL.  This standard is so new that it requires recent graphics hardware, can be tricky to configure in some older web browsers, and is unsupported by Internet Explorer.  We hope that our users will understand that such annoyances come along with being an early adopter, but should disappear as the technologies mature.
EyeWire really excites me because of its potential for combining research, education, and outreach in a truly synergistic way.  These activities are generally viewed as separate, and may even be seen as interfering with each other.  Researchers may wish to spend more time on education and outreach, yet end up not doing so because they have to focus on research to remain competitive in their specialty.  Likewise, educators may be too busy with teaching to do research.  But EyeWire creates a situation in which important research goals hinge on the participation of citizen scientists.  And learning science by actually doing science may turn out to be more effective than traditional educational methods, or at least complement them nicely.
 
Cook: Whether the public is helping or not, mapping the connectome will only provide the structure of the neural network, not the signals that the neurons are actually sending. Aren't you just setting yourself up for another, even more daunting project?
 
Seung: Using new methods of light microscopy, neurophysiologists are now able to image the signals of hundreds or even thousands of individual neurons at the same time, in the brains of living animals. (Compared to microscopy, MRI has the advantage of being applicable to living human brains but blurs 100,000 neurons into a single pixel.)   Such studies of neural activity can be followed by electron microscopy to map the connections of the same neurons.  Imagine knowing the activity and connectivity of all the neurons in a small chunk of brain. This capability is finally within reach, and is bound to revolutionize neuroscience.
 
From Scientific American 

Are you a scientist who specializes in neuroscience, cognitive science, or psychology? And have you read a recent peer-reviewed paper that you would like to write about? Please send suggestions to Mind Matters editor Gareth Cook, a Pulitzer prize-winning journalist at the Boston Globe. He can be reached at garethideas AT gmail.com or Twitter @garethideas.

Prehistoric proteins: Raising the dead

Nature | News Feature

To dissect evolution, Joe Thornton resurrects proteins that have been extinct for many millions of years. His findings rebut creationists and challenge polluters.

SHAWN RECORDS

Halfway through breakfast, Joe Thornton gets a call from his freezer. A local power cut has triggered an alarm on the −80 °C appliance in his lab at the University of Oregon in Eugene, and it has sent out an automatic call. Thornton breaks off our conversation and calls his senior research scientist, Jamie Bridgham, to make sure that the back-up generator has kicked in. If the freezer starts warming up, a lot could be lost — not least a valuable collection of proteins that had been extinct for hundreds of millions of years until Thornton and his team brought them back from the dead.
One deep-frozen vial holds the more-than-600-million-year-old ancestor of the receptors for oestrogen, cortisol and other hormones, which Thornton brought to life1 nine years ago. Other tubes house proteins more than 400 million years old, which Thornton resurrected a few years later to show how an ancient receptor had changed its preferences — and how the march of evolution cannot be reversed2, 3, 4. In another corner of the freezer rest the ancient protein components of a sophisticated cellular machine that acquired a more complex form through random mutations rather than selection for superior function, as the group showed in Nature this January5. The sheer awe of working with long-dead proteins doesn't fade, says Thornton. “It's amazing. The ability to do this type of time travel is fantastic.”
Thornton is a leader in a movement to do for proteins what the scientists in Jurassic Park did for dinosaurs: bring ancient forms back to life, so that they can be studied in the flesh. “Instead of passively observing things as most evolutionary biologists do, you actively go in and test the hypotheses experimentally,” says Antony Dean, a molecular biologist at the University of Minnesota in St Paul who heads another major group in the field. “His is one of the leading labs, no doubt.” And Thornton is tackling some important questions, says Kenneth Miller, a molecular biologist at Brown University in Providence, Rhode Island. “He's helping to put some flesh on the bones of speculation about how complexity arises.”
What isn't so widely known is that evolutionary biology is Thornton's second career: in his first, he was an activist for Greenpeace, campaigning vigorously against the release of toxic chemicals. He wrote a controversial book on organochlorines: industrial chemicals that include dioxins, polychlorinated biphenyls (PCBs) and pesticides such as DDT. That activist legacy bleeds into his work today, for example in his focus on the oestrogen receptor, which is corrupted by many pollutants. The grubby, sea-green tiles under Thornton's lab benches were carefully sourced to be free of polyvinyl chloride (PVC), one of the organochlorines that worries him most. His activist past also helps to explain why he has been fearless — almost enthusiastic — about highlighting the challenge that his work presents to a creationist argument called intelligent design: the claim that complex molecular systems can only have been created by a divine force. Thornton shows how evolution did the job, leaving no need for a designer.

Environment to evolution

Thornton says that his activist days — during which he saw that many risk-assessment models were shot through with assumptions and biases — left him “intensely committed to methodological reductionism and experimentalism”, which he now uses to break evolution down into detailed steps that he can test. “If you're doing science, I think it ought to be as strong and decisive as possible,” he says. “If you're doing politics, go ahead, but don't try to disguise it as science.”
Thornton's unconventional career path started with an obsession with Moby Dick, which led him to study English at Yale University in New Haven, Connecticut. But the course, with its focus on the philosophy of criticism rather than literary texts, left him with a hunger for reality, and nothing seemed more real than politics and activism. He dropped out of college, signed up with Greenpeace and spent several months doorstepping to canvass people for money and support.

Nature Podcast

Helen Pearson talks about Joe Thornton and his protein resurrection lab
In the early 1990s, Greenpeace was campaigning against sources of toxic pollution, and Thornton was drawn in. He became the 'science guy', translating the scientific literature into reports and other material that communities and Greenpeace could use to make their case. “You could rely on Joe when you didn't have enough knowledge of an issue,” says Charlie Cray, a research specialist at Greenpeace in Washington DC, who worked with Thornton. His reports “put a challenge out there that industry couldn't answer”. One campaign that Thornton helped to organize, against plans to build more than 100 hazardous-waste incinerators across the United States, climaxed in May 1993 when Greenpeace parked a truck dressed up as an incinerator outside the White House and some 60 people chained themselves to it. The next day, the Environmental Protection Agency announced a moratorium on new hazardous waste incinerators.
But Thornton was growing older, and yearning to “develop my own body of work”. His time with Greenpeace had taught him the power of science to influence society, and his ambitions turned to research. First, he had to deal with the small matter of graduating from Yale. Then living in New York, he did that by accruing course credits at Columbia University — attending his first molecular-biology classes aged 30 — only to find himself rejected from almost every graduate programme he applied to, in part because of his unusual CV.
Of the seven friends and colleagues of Thornton's who spoke to Nature, six called him intense. The seventh described him as “beyond intense”. But only a little of that intensity is apparent at his Wednesday morning lab meeting in Eugene. The freezer crisis has blown over: the power came back after half an hour and the thermometer rose to only −76 °C. Now graduate student Dave Anderson gets a friendly grilling during a practice talk outlining his thesis proposal: to trace the evolution of the DNA-binding domain of an ancient hormone receptor. The meeting stretches on for 2.5 hours — not uncommon in this lab, everyone says.

A binding fascination

Since his Greenpeace days, Thornton has been fascinated by the steroid hormone receptors: in vertebrates, six proteins that sit in the cell nucleus and control the activity of genes. By binding specific 'ligands' — hormones ranging from oestrogens and androgens to cortisol — the receptors trigger “these remarkable cascades of biological activity during development and physiology”, Thornton says. “Their affinity for their hormones is just stunning. A drop of hormone in a railroad tank car of serum is enough” — and yet, as Thornton learned at Greenpeace, they can be waylaid by toxic substances. “I wanted to know where that system came from,” he says.
When he was finally accepted for a PhD at Columbia, he set about comparing receptor genes from living organisms to piece together a detailed history of how the receptor family had evolved6.

Nature Podcast

Joe Thornton describes how a molecular machine evolved greater complexity
Just as Thornton completed his first year of graduate study, however, MIT Press called to ask if he would write a book on organochlorine pollution. He worked in the lab during the day and wrote at night, in a tiny room in his Brooklyn apartment, encircled by towers of papers that eventually formed the nearly 1,200 references and 611 pages of Pandora's Poison, which came out in 2000. “I was shocked when I saw the book,” says Rob DeSalle, who studies molecular evolution at the American Museum of Natural History in New York, and co-supervised Thornton's PhD. “He could've been writing War and Peace and I wouldn't have known it.”
The book caused a stir. Drawing on arguments that he had formulated at Greenpeace, Thornton made the case that regulatory policy should focus on managing classes of toxic chemicals rather than tens of thousands of substances, one by one — and that the priority should be organochlorines. These substances, generated by the use of chlorine gas in the chemical and paper-making industries, have properties of stability and solubility that make them desirable to industry but problematic to the environment because they are long-lived and accumulate in animal tissues. Nature's review called Pandora's Poison a “landmark” and another review compared it to Rachel Carson's famous 1962 treatise on pollutants, Silent Spring. The Chlorine Chemistry Council in Washington DC, however, decried Thornton's “hyperbole and faulty risk analysis”.
But Thornton was already gearing up to make a different kind of splash, with his first paper in Science1. He and his team trampled the assumption that only vertebrates have steroid hormone receptors by cloning one from the sea slug Aplysia californica. The finding implied that the origin of the receptor gene was far more ancient than anyone had realized. “I would've hated to be a fellow grad student. He was writing a book and publishing in Science and having two children at the same time,” says Darcy Kelley, a biologist at Columbia and Thornton's other PhD co-supervisor.
The approach that Thornton took in the 2003 study is one that he has loosely followed ever since. Starting with the genes for steroid hormone receptors from a slew of living organisms, he clambered backwards through the evolutionary tree to deduce the most likely sequence of the common ancestor of all such receptors, which existed some 600 million to 800 million years ago, in the common ancestor of “you and a snail”, as he puts it. Instead of stopping there, as most evolutionary biologists would have done, he then built the gene and inserted it into cells that could manufacture the ancient protein.
Resurrecting the protein, says Thornton, allowed his team “to experimentally test hypotheses about evolution that would otherwise be just speculation”. They went on to show1 that the ancestral receptor was sensitive to oestrogens but not to related hormones — supporting the idea that the family of receptors evolved through a series of gene duplications and that the copies gradually evolved affinities for other ligands (see 'Receptors, resurrected').
By the time his paper came out in Science, Thornton had taken a faculty position in Eugene, an old hippy town that pays as much homage to bicycles as it does to cars. He built a house (no PVC, sustainable bamboo floors) and set to work building up his protein-resurrection lab.
Thornton wanted to delve deeper into the puzzle of how complex systems with tightly interacting molecular parts evolve. It was a long-standing conundrum. As Charles Darwin wrote in On the Origin of Species: “If it could be demonstrated that any complex organ existed which could not possibly have been formed by numerous, successive, slight modifications, my theory would absolutely break down.” And what was an evolutionary puzzle to biologists was a target for evolution's critics. Michael Behe, a biochemist at Lehigh University in Bethlehem, Pennsylvania, and a senior fellow at the Discovery Institute in Seattle, Washington, proposed in the 1990s that such systems — the blood-clotting cascade, for example, or the molecular motor called the flagellum — are so “irreducibly complex” that they could not have evolved step by step, and can only be the product of intelligent design.
Thornton says that he didn't set out to refute intelligent design, but the prospect of a fight hardly put him off. “Been there, enjoyed that,” he says. He chose to explore a pair of steroid hormone receptors: the mineralocorticoid receptor (MR), which binds the hormone aldosterone and regulates salt and water balance; and the closely related glucocorticoid receptor (GR), which binds cortisol and controls stress response. A gene duplication more than 450 million years ago produced the two receptors — but aldosterone didn't arise until many millions of years later. The timing seemed to make the MR a textbook example of irreducible complexity: how could selection drive the evolution of a lock (the MR) to fit a key (aldosterone) that didn't yet exist?

Evolution at work

Led by Bridgham, Thornton's team found the answer by resurrecting the ancestor of both receptors. To their surprise, it was sensitive to aldosterone, suggesting that it had been activated by an ancient ligand with a similar structure2. Once aldosterone had evolved, the team proposed, evolution was able to take advantage of the existing receptor to control a new biological function — a process that Thornton termed molecular exploitation. They also showed how its sister receptor, the GR, was evolving functions of its own.
“Such studies solidly refute all parts of the intelligent design argument,” wrote Christoph Adami, an evolutionary biologist at the Keck Graduate Institute of Applied Life Sciences in Claremont, California, in an article entitled 'Reducible complexity'7. But Behe dismissed the result. The receptor and ligand are not irreducibly complex, he says, and evolution did not give them any truly new function. “I think his results are quite consistent with my own view that Darwinian processes are poor ones to explain the complexity found in life,” Behe told Nature.
“He's helping to put some flesh on the bones of speculation about how complexity arises.”
Thornton turned up more clues to the workings of evolution when his team explored the history of the GR, which became sensitive only to cortisol over the course of about 20 million years. Working with structural biologists at the University of North Carolina, Chapel Hill, the group determined the crystal structure of the common ancestor of the GR and MR. They showed3 that two crucial mutations together altered the binding pocket of the ancestral receptor so that it preferred to bind cortisol — and identified another five mutations that finished the job.
In a final chapter to the story, Thornton tried to run that evolutionary sequence backwards. But when the researchers reversed the seven mutations in the ancient cortisol-specific form, they could not transform it back into a protein that worked like the common ancestor of the GR and MR. They instead engineered a dud, unable to respond to any hormone4. That was because a handful of other mutations had also cropped up on the way to making a cortisol-specific receptor. They played little part in the receptor's new function, but acted as an evolutionary ratchet, preventing it from regaining its old one.
Thornton showed that it was necessary to undo those mutations too, to reverse the change. To him, the work was a powerful demonstration that the path of evolution can be contingent on random events. “Chance plays a very large role in determining what evolutionary outcomes are possible,” he says. The study captivated the scientific press — and beyond. “Evolution opens gateways into the future. But it appears to close them — firmly — behind it as well,” read an editorial in the New York Times.
In the Nature article that was published this year5, Thornton took a break from hormone receptors, and instead collaborated with Tom Stevens, a geneticist at Eugene, to dissect the evolution of V-ATPase, a molecular machine that pumps protons across membranes to acidify compartments inside cells. The group wanted to know how an essential part of the machine — a ring of proteins that spans cell membranes — evolved from an ancestral form with two components to one with three.
With their protein-resurrection toolbox, the researchers showed that, around 800 million years ago, the ancestral gene coding for one protein component was duplicated, and the daughter genes then picked up two vital mutations. The changes meant that the proteins could no longer sit anywhere in the ring, but instead had to occupy a specific spot. Suddenly, the ring could function only with all three parts. What surprised Thornton was that the three-component ring seemed to work no better than its two-component counterpart. Random mutations that actually corrupted proteins had led to 'irreducible complexity'.

Computing complexity

The study flipped another finger to intelligent-design proponents — but “I'm sort of bored with them”, Thornton says. He is more excited by the next scientific story that is about to come out of the lab. His group wanted to explore how the ancestor of the entire steroid hormone receptor family, which was sensitive only to oestrogens, evolved into forms sensitive to other hormones. And this time, he found no clues in the crystal structures of resurrected proteins from before and after the change.
The answer can be found on a computer screen at the end of Thornton's lab. Mike Harms, a postdoc who joined the lab three years ago, used his expertise in biophysics and some immense computational power to simulate the movements of every atom in the ancestral receptors, showing how just two mutations drove the transformation. When Harms hits play, an oestrogen molecule snuggles its way into the binding pocket of a receptor roughly 550 million years old. But when he runs a simulation of the same receptor with those two mutations, the oestrogen never finds a comfortable spot.
This evolutionary story also sheds light on why the oestrogen receptor is now vulnerable to the threats against which Thornton campaigned in his former life. The team worked out that each steroid receptor evolved to be only as specific as it had to be to bind its target ligand and exclude all others that existed at the time. The oestrogen receptor achieves this by binding substances that contain a chemical structure called an aromatized A ring. Because oestrogens are the only steroid hormones to have such a ring, that criterion was enough to ensure that the receptor bound only oestrogens for many millions of years. Until, that is, the chemical industry started pumping out hundreds of substances containing such aromatized rings, which the oestrogen receptor unwittingly bound. “The endocrine disrupters are taking advantage, unfortunately, of the promiscuity that is the result of the evolutionary history of receptors,” Thornton says.
Thornton does see progress on the issues on which he once campaigned. Production of toxic chemicals in the United States has fallen since his days with Greenpeace, and in 2007 the European Union enacted REACH (Registration, Evaluation, Authorisation and Restriction of Chemicals), which emphasizes elimination of the most dangerous substances. That law puts the onus on the chemical industry to show that a chemical is safe rather than on regulators to prove it is dangerous — the approach for which Thornton argued in Pandora's Poison.
Does he miss having something to campaign against? Yes and no. “I'm less able to convince myself that the world has to be exactly as I envision it. So it's harder for me to occupy that activist persona.” Besides, he says, “My kids take all that energy now.”
Or almost. His creations need tending too. Back in his office, we listen to the tinny voicemail message left by the freezer on his phone earlier that day. “The past is calling,” Thornton says.
Nature
483,
390–393
()
doi:10.1038/483390a

References

  1. Thornton, J. W., Need, E. & Crews, D. Science 301, 17141717 (2003).
    Show context
  2. Bridgham, J. T., Caroll, S. M. & Thornton, J. W. Science 312, 97101 (2006).
    Show context
  3. Ortlund, E. A., Bridgham, J. T., Redinbo, M. R. & Thornton, J. W. Science 317, 15441548 (2007).
    Show context
  4. Bridgham, J. T., Ortlund, E. A. & Thornton, J. W. Nature 461, 515519 (2009).
    Show context
  5. Finnigan, G. C., Hanson-Smith, V., Stevens, T. H. & Thornton, J. W. Nature 481, 360364 (2012).
    Show context
  6. Thornton, J. W. Proc. Natl Acad. Sci. USA 98, 56715676 (2001).
    Show context
  7. Adami, C. Science 312, 6163 (2006).
    Show context


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